miércoles, 25 de diciembre de 2013

Libros para la noche de Reyes de la tía Enriqueta

El libro “Ambiciones y reflexiones” que le han escrito a Belén Esteban -ella misma se considera  "princesa del pueblo" sin más equipaje que sus  histriónicas comparecencias televisivas- va ya por la séptima edición y figura entre los libros más vendidos junto a obras del Papa Francisco, de Chéjov, de Vargas Llosa y de Pérez-Reverte. La célebre y vetusta Editorial Espasa cuenta con esta nueva autora en un catálogo en el que hace más de ochenta años  figuraron, entre las de tantos otros maestros de la  escritura, primeras ediciones de Baroja, de Azorín, de Jarnés, de Ciges Aparicio, de Espina, y la primera gran biografía de Pablo Iglesias debida a Juan José Morato. Así está el mundo editorial.

En las listas de libros más buscados por el pueblo soberano aparecen también “No estamos locos”, del Gran Wyoming, al que en la web de la Casa del Libro consideran un “polígrafo” -"ilustre polígrafo" está considerado Menéndez Pelayo, apurando la curiosa comparación-, y “Desde dentro”, las memorias de David Bisbal. El libro del Gran Wyoming enriquece el catálogo de Editorial Planeta y el de David Bisbal supone otro refuerzo intelectual para la Editorial Espasa. Quedan reflejadas cabalmente las preferencias, no sólo de la sociedad destinataria sino de la industria editorial. La pérdida  del valor social del menester intelectual es evidente.


Hay ciertos best seller que son productos de consumir y tirar, como ocurre con los pañuelitos de papel. La mayoría no perviven en los estantes de las librerías. Una obra se edita, se distribuye, se vende más o menos y desaparece en un mes. A veces entre las excepciones a esa regla figuran obras como las citadas, sin valores literarios objetivos, que, además, la sociedad ha aceptado como natural que no estén escritas por quienes figuran como sus autores. Las cifras de las tiradas de libros mediocres o francamente detestables hubieran mareado en su tiempo a  Galdós, a Baroja, a Valle-Inclán o a Clarín con no más de tres mil ejemplares por edición. La falta de valores literarios suele ser suplida por la mercadotecnia (me supera la horrible palabra marketing). 

Un libro de éxito se debe muchas veces no a un profesional de la literatura, no a alguien que mima el estilo, que escribe medio folio, un folio o dos al día, no a un artesano de la palabra, sino a un personaje que emplea la palabra escrita como una mera fórmula para ascender peldaños en otro oficio, el suyo, el que le es propio.  Es una impostura.

Resulta sorprendente, si es que a uno le sorprendiese algo a estas alturas, que consigan llegar a la honrosa categoría de best seller obras debidas a zafios presentadores o a incultas locutoras de televisión venidas a más, a entrenadores de fútbol más o menos ocurrentes, o sencillamente a personajillos que vieron circunstancialmente unidas sus vidas sentimentales a éste o a aquél famoso o famosillo. Se trata de una fauna populachera más que popular  que se empeña en contarnos su vida cuando sus años en este mundo carecen de interés y no tienen nada estimable que contar. Su lectura no enriquece; quienes consumen sus libros no buscan solidez, brillantez o buena literatura sino cotilleo a menudo chabacano porque sus negros, a diferencia del negro de la improbable leyenda atribuida a Balzac, están tan vacíos como quienes les encargan el trabajo sucio. (Conviene aclarar a los lectores foráneos del blog, cada vez más numerosos, que negro es el término empleado en España en referencia a quienes escriben para que firme otro).

La mediocridad del creador, la atención creciente de miles de lectores a un producto cultural indigno de ser entendido como tal, es un camino que conduce en cierta medida a la falsificación de la cultura por su galopante confusión. Igual que en un determinado momento una sociedad tiene los políticos que merece, una sociedad recibe los productos culturales que merece. Porque es lo que quiere recibir. Además de esta degradación de los libros cuyos lectores no buscan ni esperan un producto mejor, existe otra más sutil: la de los libros que llegan envueltos en un halo de consideración literaria, incluso documental, que sin embargo suponen una falsedad; por ejemplo las novelas seudocientíficas y seudohistóricas de Dan Brown.

Reflexión aparte merece la suplantación del concepto de intelectual, otro deslizamiento en la falsificación de la cultura. Vivimos un tiempo en que cualquier botarate recibe el apelativo mimoso de intelectual. Cuando no hace mucho cerró en Madrid el restaurante “La Bardemcilla”, propiedad, como su nombre indica, de uno de los hermanos Bardem, un tipo se dolía en cierta cadena de televisión de que “se hubiese perdido otra referencia intelectual”. Confundía los conceptos de actor y de intelectual y un comedor público con un espacio intelectual y, además, de referencia . Iñaki Ezquerra definía con justeza: “Un actor es aquel que repite las palabras que escriben los intelectuales (…) precisamente cuando el papel que representan tiene un cariz intelectual, cosa que no siempre sucede”. A nadie se le ocurre, ni ellos mismos pretenden serlo, considerar intelectuales a Ben Affleck, a Clint Eastwood o a George Clooney que, además de actores, se han convertido en guionistas y directores. No hay tradición intelectual en la admirada fauna que se ha venido llamando “los cómicos” (muy lejos Shakespeare y Molière), y por ello resulta celebrado, por llamativo, cuando se produce esa dualidad actor-intelectual, como por ejemplo en los casos de un Antonin Artaud o de un Fernando Fernán Gómez.

Un intelectual es quien, además de atesorar cultura, emplea sus conocimientos y experiencias para aventurar un diagnóstico de la realidad que le toca vivir y se pronuncia sobre hechos culturales, de la sociedad y de la civilización, y ello desde la altura en la reflexión y puesta la mirada en el horizonte, en la permanencia, no en el instante perecedero ni sobre asuntos menores y fugaces desde planteamientos vulgares. El intelectual es un creador capaz de reflexionar sin esperar ser jaleado, que no actúa -no finge- sobre las tablas de un escenario repitiendo lo que han creado otros, sino que trabaja una obra propia en la soledad de un escritorio, comúnmente asaltado por las dudas y los vértigos de su menester, que no es otro que plantear lo que piensa desde la verdad. El filósofo Eugenio Trías, recientemente fallecido entre el silencio que suele despedir a los hombres de pensamiento en una sociedad que duerme más que sueña y que embiste más que reflexiona, considerado por muchos el pensador español más importante desde Ortega y Gasset, dejó la hermosa definición: “un intelectual es aquel que arriesga su prestigio en una idea en la que cree”. El intelectual no busca el aplauso; su labor suele ser humilde y solitaria. Kierkegaard confesó que los aplausos le producían unas irreprimibles ganas de suicidarse.     

Jorge Cela Trulock, estimable novelista injustamente ensombrecido por la justa fama de su hermano Camilo José, se preguntaba no hace mucho: “¿Dónde está la cultura?”. Y afirmaba: “De aquella  terrible frase "que inventen otros", se ha pasado a la de "que no invente nadie". El listón de la vida de relajación baja y baja para que todo el mundo lo pueda saltar".

Se cuenta que Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, preguntado por su hermano Rodrigo sí había leído ya el original de su discurso de ingreso en su próxima recepción como académico de Bellas Artes de San Fernando que días antes le había enviado, contestó: “No ¿y tú?”. Me pregunto si esos libros tan populares los habrán leídos  quienes los firman o sólo sus negros.

Muchos consumidores comprarán alguno o varios de los exitosos libros citados en estas líneas para regalárselos a la tía Enriqueta en la próxima noche de Reyes. Incluso puede que, además de comprarlos, los lean.