Hace años que me
interesa la novela histórica. De mi curiosidad de lector pasé a mi experiencia
como novelista histórico; mi única incursión en el género novelístico es “Memoria
secreta del Hermano Leviatán”, que tuvo cierta fortuna al ganar el segundo
premio Plaza & Janés en 1988. Aparecieron varias ediciones, y años después,
en 1996, Planeta compró los derechos para publicar la edición de bolsillo. Hoy
la novela sólo sobrevive en las librerías de lance.
La fábula supone una
trampa a la Historia centrada en un gran tramposo: Fernando VII. En una
hipotética memoria dictada por el rey,
ya maduro y achacoso, en El Escorial, cuenta sus experiencias masónicas durante su obligada estancia en el castillo de Talleyrand en Valençay. El rey felón fue uno de los más pertinaces
perseguidores de la masonería y me divertía convertirlo en masón. Mi primera
intención fue escribir la novela sobre Franco y la leyenda de que fue rechazado
en la logia en la que pretendió ingresar durante su destino militar en el norte de
África, rechazo al que se achaca su furibunda persecución posterior a los
masones. Me quedé con la opción de Fernando VII porque la etapa fernandina daba
más juego a un escudriñador de aquel tiempo como lo soy desde mi juventud.
En la cúspide de la novela histórica o de ambientación histórica, entre mis primeras admiraciones sitúo a Stendhal. Las novelas de Henry Beyle tienen el poso de la era napoleónica con lo que ello supone. El propio Stendhal fue oficial de dragones en el Ejército Imperial durante la campaña de Italia y sirvió como ayudante de campo en el Estado Mayor del general Michaud. Retirado del Ejército ejerció cargos administrativos y diplomáticos. Escribió “Rojo y Negro” en 1830, un año de revoluciones liberales en Europa. En Francia y en Bélgica triunfaron, en Polonia e Italia fracasaron. España se había adelantado en 1820 con la revolución liberal de Cabezas de San Juan que zozobraría en 1823 por la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis, al mando del duque de Angulema, enviados por Luis XVIII de Francia para devolver el poder absoluto al tantas veces torticero rey Fernando.
En la cúspide de la novela histórica o de ambientación histórica, entre mis primeras admiraciones sitúo a Stendhal. Las novelas de Henry Beyle tienen el poso de la era napoleónica con lo que ello supone. El propio Stendhal fue oficial de dragones en el Ejército Imperial durante la campaña de Italia y sirvió como ayudante de campo en el Estado Mayor del general Michaud. Retirado del Ejército ejerció cargos administrativos y diplomáticos. Escribió “Rojo y Negro” en 1830, un año de revoluciones liberales en Europa. En Francia y en Bélgica triunfaron, en Polonia e Italia fracasaron. España se había adelantado en 1820 con la revolución liberal de Cabezas de San Juan que zozobraría en 1823 por la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis, al mando del duque de Angulema, enviados por Luis XVIII de Francia para devolver el poder absoluto al tantas veces torticero rey Fernando.
“La Cartuja de Parma” apareció en 1839. Es la mejor obra de Stendhal. La escribió en menos de dos meses y ello aporta espontaneidad al relato. Los personajes surgen como creados al momento, según avanza el desarrollo de la trama; se diría que la novela se escribe a sí misma; es la sensación que todo novelista experimenta porque, como me dijo un día Cela, la fábula se desembrida, adquiere vida propia. El relato es sencillo, sin artificios que empalaguen al lector.
Son excelentes los
retratos psicológicos de Julien Sorel y de Fabrizio del Dongo, protagonistas de
“Rojo y Negro” y de “La Cartuja de Parma”, monasterio que, por cierto, sólo
aparece al final de la novela y de forma episódica; los expertos se preguntan
qué motivó el título que el autor eligió.
En su tiempo la obra de
Stendhal sólo fue reconocida por Balzac, que no es mal aval. Su reconocimiento general fue muy posterior; él
mismo había adelantado que su éxito sería tardío.
Romántico en sensibilidad
y temas y realista en el tratamiento de las situaciones, Stendhal profesa un
realismo avant-la-lettre. El retrato
de sus personajes es minucioso dentro de un estilo personal. Sus novelas, de orientación
histórica más que novelas históricas, reflejan el clima social, moral e
intelectual de una Francia turbulenta sumida en contradicciones. Su sentido
crítico, su filosofía egotista, la búsqueda del placer de sus personajes, pasionales
siempre y a veces desenfrenados, su lenguaje nuevo, hacen de Stendhal uno de
los creadores de la novela según hoy la conocemos. Me refiero a la buena novela
en medio de la mediocridad que nos cerca. Stendhal es en cierto modo el padre
de los grandes novelistas europeos y americanos de finales del siglo XIX
y principios del XX. Lo reconozcan o no hay mucho de stendhalismo en la novela
que se ha escrito desde él.
Sus contemporáneos no
entendieron a Stendhal o le entendieron demasiado y le hicieron el vacío. Su
enorme fama llegó después. Se ha dicho que es el escritor del siglo XIX que
menos ha envejecido. En tratamiento y lenguaje se anticipó a su tiempo y eso le
hizo ser como una isla: padece aislamiento y a menudo incomprensión. Otros representantes
del realismo novelístico, en la senda de Tolstoi, por ejemplo, no se dejaron
influir por el origen romántico del género y lo utilizaron, como Flaubert en
obras memorables como “Salambó”, de 1862. Stendhal está al fondo de sus
literaturas.
Vivimos una omnipresencia
de novelas históricas o que son consideradas históricas por sus autores. En
buena parte son novelas de viaje, para el tren o el avión, lecturas playeras
sin complicaciones. Leer a Stendhal supone concentración. Como en toda gran novela. Requiere
una singular complicidad entre autor y lector, que eso es la lectura. Cada lector recibe, entiende e imagina los personajes
y los elementos de la trama de manera diferente. Cada lector encuentra “su”
novela. Esa complicidad se da especialmente en la poesía. Pero ese es otro
cantar.