sábado, 30 de noviembre de 2013

Enrique Gracia o un poeta en la calle

Como Enrique Gracia y yo somos dos seres educados, y para algunos incluso encantadores, no discutimos nunca. Nuestra amistad se mide por decenios, varios, y nos ocurre como a esos matrimonios británicos de las novelas de Christie que, acaso por una flema amasada en siglos de historia,  han decidido hablar de asuntos coincidentes y no previsiblemente divergentes y así sus uniones duran. Parece más que probable que habría algunos asuntos periféricos y poco importantes, como la política por ejemplo, en los que encontraríamos distancias (aunque no tantas como los simplistas y maniqueos esperarían), pero en temas fundamentales en nuestras vidas como la literatura, y sobre todo la poesía, estamos comúnmente de acuerdo.

Conocí a Enrique cuando era director de un afamado Club de Tenis, creo que el Chamartín, y entonces comenzó mi descubrimiento de un hombre cabal, imaginativo, irónico, polifacético, inteligente y culto (estas dos últimas cualidades no siempre van unidas) que, además, era ya entonces un estimable poeta. Desde hace años coincidimos en la Junta Directiva de la más que centenaria Asociación de Escritores y Artistas Españoles. Es un madrileño de 1950 pero su ubicación y raíz geográficas, tanto como su definición vital, no son fáciles al molde o al cliché. Hay universalidad en sus versos, en sus principios, en su percepción del mundo que le rodea. Puede que esa universalidad, junto a un lenguaje poético propio y un tratamiento temático directo, a veces ácido pero nunca vulgar, sean los ingredientes sobre los que se condimentó y se condimenta mi admiración por el poeta.


Desde los comienzos del cuarto decenio de su vida Enrique se dedicó exclusivamente a la literatura, a escribir su obra, y a la divulgación cultural. Sus conferencias, recitales poéticos con o sin música, cursos, talleres literarios, teatro de voz… han sido permanentes año tras año en instituciones diversas, desde centros culturales de distritos a universidades o ayuntamientos. Sin olvidar su labor divulgadora de la poesía a través de programas poéticos en televisiones y radios.  He sido afortunado testigo, como participante o espectador, de no pocas muestras de su trabajo y doy fe de su maestría como recitador de poemas propios o ajenos y de su dominio de la expresión verbal y corporal. Es un magnífico comunicador. Repetía mi entrañable José García Nieto que un poeta tenía que ser capaz de “salvar” y saber hacer llegar lo mejor de los versos al recitarlos, y se quejaba de los autores que recitan un poema “como leerían en voz alta el periódico”.  


Enrique creó y coordinó certámenes de teatro organizados para el Ayuntamiento de Madrid: teatro clásico, teatro contemporáneo, teatro abierto, teatro libre… Y se le debe la creación y dirección de una iniciativa ambiciosa, útil y comúnmente elogiada: el programa de lecturas poéticas “Poetas en vivo”, que tenía como marco la Biblioteca Nacional de España, patrocinado desde su  inicio en 1996 por la Obra Social de Caja Madrid. Enrique, y todos los poetas intervinientes en él a través de los años (nunca se repetían los participantes), sentimos una especie de lanzada en el corazón cuando la crisis, supongo que no sólo la del país sino también la de Caja Madrid, le dio la puntilla en 2009. A menudo me pregunto el sin duda sesudo motivo por el que la cultura suele ser la primera víctima de los agobios económicos de las instituciones. En 2003 apareció en Ediciones Sial la antología “Poetas en vivo” con muestras de 43 autores contemporáneos que habíamos participado hasta entonces en aquel insustituible programa de lecturas poéticas.

Es imposible, o lo es para mí, encerrar en unos párrafos la hiperactividad cultural de Enrique Gracia de modo que  quede reflejada con rigor y cierto detalle. Si existiese, como buscaron nuestros antepasados desde el siglo XIII, la máquina del movimiento continuo (perpetuum mobile) y no fuese una mera ilusión, el artilugio lo personificaría Enrique. Su cerebro está permanentemente echando chispas, en ebullición. Te encuentras con él y te cuenta una iniciativa nueva. Me interesa no poco como divulgador y activista cultural pero me quedo con el poeta.

Como uno es sus lecturas, y a ellas se debe, tengo mis preferencias dentro de la amplia obra poética de Enrique, que se inició con un accésit al Adonais en 1972 por su libro “Encuentros”. Lo consiguió a los 22 años; en esto coincidimos: yo tuve el accésit a mis 22 años, en 1966, con “La frontera”. Un tiempo, el de Enrique y el mío, en que el Adonais, premios y accésits, eran lo que eran y representaban lo que representaban, que ahora no. Ese libro es mi primera preferencia por su rara madurez. En 1991 formé parte del jurado que distinguió su obra “Crónicas del laberinto” con el premio Feria del Libro de Madrid. Un paso más en su apuesta por la originalidad, con gotas de esa ironía tan suya. Otra de mis preferencias de lector. En 1993 ganó el premio Blas de Otero por “Restos de Almanaque”, un libro al tiempo suelto y reflexivo como todos los suyos; otro de mis preferidos. Andando el tiempo ambos coincidiríamos en el jurado de ese entrañable premio, y ahí seguimos.

Me detengo, por motivos obvios, en “Butaca de entresuelo”, que consiguió en 2010 el premio Juan Van-Halen en su primera convocatoria. Que Enrique se alzase con el premio que lleva mi nombre, otorgado por un jurado prestigioso en el que yo no tenía ni voz ni voto (lo recuerdo como apunte para los maliciosos) supuso una satisfacción. El libro no lleva reflexiones e interpretaciones cinematográficas a la poesía; es la poesía la que manda. Lleva la poesía a ciertas muestras de la cinematografía fundamental. Rafael Alberti dejó escrito: “Yo nací, respetadme, con el cine”. Enrique creció con el cine, y nos lo cuenta poéticamente, mágicamente. Es una obra madura, trabajada, de una desnudez idiomática magistral. Con hallazgos y claridades y con esas cabriolas en la resolución del verso que sólo tienen los poetas que han conquistado “su voz”.

En 2005 había aparecido en Visor “Sin noticias de Gato de Ursaria”, premio Emilio Alarcos el año anterior, a mi juicio un libro fundamental en la extensa obra de nuestro poeta. Es divertido, irreverente, original, imaginativo, irónico, tiene no poco que ver con la faceta histriónica de su autor, con su condición de rapsoda, y se alinea con la poesía popular, con la oralidad. Es una obra -lo señaló entonces Ángel González, presidente del jurado- que “cuenta historias” y es “diferente a los tipos de poemarios habituales”. Gato, el protagonista del poemario, nos acerca a su realidad y reflexiona con humor sobre la realidad de todos nosotros. Y, al final, la reflexión de la muerte.

En un proemio, Enrique nos cuenta: “Puede que Gato no fuera su auténtico nombre, pero él quiso olvidar los otros que le impusieron y quedarse con el que eligió. También su tierra natal fue sucesivamente llamada de otros modos”. “Procedía de una estirpe indolente y caprichosa, llena de fantasías y mentiras, dada a oficios sin futuro, de mucho trabajo y poca ganancia, y al uso de amuletos”. “Vivió tan insatisfecho de sí mismo como cualquiera y tan aburrido de todo como de sí mismo, así que desde muy joven se hizo a desayunar asombro cada día, almorzar extrañeza y cenar hastío”. “De niño le educaron frailes, luego herejes y nuevamente eclesiásticos. Entró en contacto con sectas poderosas, pero nunca se integró. Pasó, como tantos, su etapa de persecución inquisitorial, pero eso sólo consiguió acrecentar el tedio y la misantropía que ya mostraba desde niño”.  “Despilfarró su inteligencia porque nunca consiguió otra posesión o herencia que despilfarrar”.  No debo aclarar más que “Sin noticias de Gato de Ursaria” es mi libro preferido.

La poesía de Enrique Gracia es -como toda poesía que merece tal título- un compromiso con su tiempo. Es un poeta en la calle no un poeta de torre de marfil; está muy lejos del venecianismo. Su opulencia, de existir, es de riqueza en el lenguaje, no artificiosa,  y nunca cae en el exceso. Sus preocupaciones son las que recoge en el entorno, además de los eternos temas de la poesía. Encontramos en su obra la soledad del hombre, la visión del mundo, la crítica social, la fugacidad del tiempo, la búsqueda de la felicidad, el absurdo de la existencia, la admiración de la belleza, la ironía, la injusticia, el amor, la muerte… Puede decirse que Enrique ejerce, en cierto modo, como poeta social sin etiqueta (descree de las etiquetas, y en eso también coincidimos). En 2004 reunió en “Contrafábula” sus libros aparecidos hasta entonces, y sus lectores esperamos una edición ampliada de ese libro que acoja su producción posterior.

Como colofón, no debemos ignorar su labor como dibujante improvisado. En ágiles trazos Enrique derrama su ironía, aderezada de cierta acidez bien medida. Son celebrados sus apuntes que recogen diestramente momentos de las Juntas Directivas en la Asociación de Escritores y Artistas Españoles; colorean de humor una sala vetusta con solemnes retratos y sólida mesa decimonónica.

Enrique Gracia es un poeta en la calle que vive para la cultura en un tiempo en que por lo común las gentes buscan otros menesteres más lucrativos y menos indefensos. La Cultura viene siendo una opción de riesgo. Como su Gato de Ursaria, Enrique ha elegido un oficio sin futuro, de mucho trabajo y poca ganancia. Es una apuesta que debemos agradecerle los demás.