Como
Enrique Gracia y yo somos dos seres educados, y para algunos incluso encantadores,
no discutimos nunca. Nuestra amistad se mide por decenios, varios, y nos ocurre
como a esos matrimonios británicos de las novelas de Christie que, acaso por una flema amasada en siglos de
historia, han decidido hablar de asuntos
coincidentes y no previsiblemente divergentes y así sus uniones duran. Parece más que probable que
habría algunos asuntos periféricos y poco importantes, como la política por ejemplo,
en los que encontraríamos distancias (aunque no tantas como los simplistas y
maniqueos esperarían), pero en temas fundamentales en nuestras vidas como la
literatura, y sobre todo la poesía, estamos comúnmente de acuerdo.
Conocí
a Enrique cuando era director de un afamado Club de Tenis, creo que el Chamartín,
y entonces comenzó mi descubrimiento de un hombre cabal, imaginativo, irónico, polifacético,
inteligente y culto (estas dos últimas cualidades no siempre van unidas) que,
además, era ya entonces un estimable poeta. Desde hace años coincidimos en la
Junta Directiva de la más que centenaria Asociación de Escritores y Artistas
Españoles. Es un madrileño de 1950 pero su ubicación y raíz geográficas, tanto
como su definición vital, no son fáciles al molde o al cliché. Hay
universalidad en sus versos, en sus principios, en su percepción del mundo que
le rodea. Puede que esa universalidad, junto a un lenguaje poético propio y un
tratamiento temático directo, a veces ácido pero nunca vulgar, sean los
ingredientes sobre los que se condimentó y se condimenta mi admiración por el
poeta.
Desde los comienzos del cuarto decenio de su vida Enrique se dedicó exclusivamente a la literatura, a escribir su obra, y a la divulgación cultural. Sus conferencias, recitales poéticos con o sin música, cursos, talleres literarios, teatro de voz… han sido permanentes año tras año en instituciones diversas, desde centros culturales de distritos a universidades o ayuntamientos. Sin olvidar su labor divulgadora de la poesía a través de programas poéticos en televisiones y radios. He sido afortunado testigo, como participante o espectador, de no pocas muestras de su trabajo y doy fe de su maestría como recitador de poemas propios o ajenos y de su dominio de la expresión verbal y corporal. Es un magnífico comunicador. Repetía mi entrañable José García Nieto que un poeta tenía que ser capaz de “salvar” y saber hacer llegar lo mejor de los versos al recitarlos, y se quejaba de los autores que recitan un poema “como leerían en voz alta el periódico”.
Desde los comienzos del cuarto decenio de su vida Enrique se dedicó exclusivamente a la literatura, a escribir su obra, y a la divulgación cultural. Sus conferencias, recitales poéticos con o sin música, cursos, talleres literarios, teatro de voz… han sido permanentes año tras año en instituciones diversas, desde centros culturales de distritos a universidades o ayuntamientos. Sin olvidar su labor divulgadora de la poesía a través de programas poéticos en televisiones y radios. He sido afortunado testigo, como participante o espectador, de no pocas muestras de su trabajo y doy fe de su maestría como recitador de poemas propios o ajenos y de su dominio de la expresión verbal y corporal. Es un magnífico comunicador. Repetía mi entrañable José García Nieto que un poeta tenía que ser capaz de “salvar” y saber hacer llegar lo mejor de los versos al recitarlos, y se quejaba de los autores que recitan un poema “como leerían en voz alta el periódico”.
Enrique
creó y coordinó certámenes de teatro organizados para el Ayuntamiento de Madrid:
teatro clásico, teatro contemporáneo, teatro abierto, teatro libre… Y se le
debe la creación y dirección de una iniciativa ambiciosa, útil y comúnmente elogiada:
el programa de lecturas poéticas “Poetas en vivo”, que tenía como marco la
Biblioteca Nacional de España, patrocinado desde su inicio en 1996 por la Obra Social de Caja
Madrid. Enrique, y todos los poetas intervinientes en él a través de los años
(nunca se repetían los participantes), sentimos una especie de lanzada en el
corazón cuando la crisis, supongo que no sólo la del país sino también la de
Caja Madrid, le dio la puntilla en 2009. A menudo me pregunto el sin duda
sesudo motivo por el que la cultura suele ser la primera víctima de los agobios
económicos de las instituciones. En 2003 apareció en Ediciones Sial la
antología “Poetas en vivo” con muestras de 43 autores contemporáneos que habíamos
participado hasta entonces en aquel insustituible programa de lecturas
poéticas.
Es
imposible, o lo es para mí, encerrar en unos párrafos la hiperactividad
cultural de Enrique Gracia de modo que quede
reflejada con rigor y cierto detalle. Si existiese, como buscaron nuestros
antepasados desde el siglo XIII, la máquina del movimiento continuo (perpetuum mobile) y no fuese una mera ilusión, el
artilugio lo personificaría Enrique. Su cerebro está permanentemente echando
chispas, en ebullición. Te encuentras con él y te cuenta una iniciativa nueva.
Me interesa no poco como divulgador y activista cultural pero me quedo con el
poeta.
Como
uno es sus lecturas, y a ellas se debe, tengo mis preferencias dentro de la amplia
obra poética de Enrique, que se inició con un accésit al Adonais en 1972 por su
libro “Encuentros”. Lo consiguió a los 22 años; en esto coincidimos: yo tuve el
accésit a mis 22 años, en 1966, con “La frontera”. Un tiempo, el de Enrique y
el mío, en que el Adonais, premios y accésits, eran lo que eran y representaban lo
que representaban, que ahora no. Ese libro es mi primera preferencia por su
rara madurez. En 1991 formé parte del jurado que distinguió su obra “Crónicas
del laberinto” con el premio Feria del Libro de Madrid. Un paso más en su
apuesta por la originalidad, con gotas de esa ironía tan suya. Otra de
mis preferencias de lector. En 1993 ganó el premio Blas de Otero por “Restos de
Almanaque”, un libro al tiempo suelto y reflexivo como todos los suyos; otro de mis
preferidos. Andando el tiempo ambos coincidiríamos en el jurado de ese
entrañable premio, y ahí seguimos.
Me
detengo, por motivos obvios, en “Butaca de entresuelo”, que consiguió en 2010 el
premio Juan Van-Halen en su primera convocatoria. Que Enrique se alzase con el
premio que lleva mi nombre, otorgado por un jurado prestigioso en el que yo no
tenía ni voz ni voto (lo recuerdo como apunte para los maliciosos) supuso una
satisfacción. El libro no lleva reflexiones e interpretaciones cinematográficas
a la poesía; es la poesía la que manda. Lleva la poesía a ciertas muestras de
la cinematografía fundamental. Rafael Alberti dejó escrito: “Yo nací,
respetadme, con el cine”. Enrique creció con el cine, y nos lo cuenta
poéticamente, mágicamente. Es una obra madura, trabajada, de una desnudez idiomática
magistral. Con hallazgos y claridades y con esas cabriolas en la resolución del
verso que sólo tienen los poetas que han conquistado “su voz”.
En
2005 había aparecido en Visor “Sin noticias de Gato de Ursaria”, premio Emilio
Alarcos el año anterior, a mi juicio un libro fundamental en la extensa obra de
nuestro poeta. Es divertido, irreverente, original, imaginativo, irónico, tiene
no poco que ver con la faceta histriónica de su autor, con su condición de
rapsoda, y se alinea con la poesía popular, con la oralidad. Es una obra -lo señaló
entonces Ángel González, presidente del jurado- que “cuenta historias” y es “diferente
a los tipos de poemarios habituales”. Gato, el protagonista del poemario, nos acerca
a su realidad y reflexiona con humor sobre la realidad de todos nosotros. Y, al
final, la reflexión de la muerte.
En
un proemio, Enrique nos cuenta: “Puede que Gato no fuera su auténtico nombre,
pero él quiso olvidar los otros que le impusieron y quedarse con el que eligió.
También su tierra natal fue sucesivamente llamada de otros modos”. “Procedía de
una estirpe indolente y caprichosa, llena de fantasías y mentiras, dada a
oficios sin futuro, de mucho trabajo y poca ganancia, y al uso de amuletos”. “Vivió
tan insatisfecho de sí mismo como cualquiera y tan aburrido de todo como de sí
mismo, así que desde muy joven se hizo a desayunar asombro cada día, almorzar
extrañeza y cenar hastío”. “De niño le educaron frailes, luego herejes y
nuevamente eclesiásticos. Entró en contacto con sectas poderosas, pero nunca se
integró. Pasó, como tantos, su etapa de persecución inquisitorial, pero eso
sólo consiguió acrecentar el tedio y la misantropía que ya mostraba desde niño”. “Despilfarró su inteligencia porque nunca
consiguió otra posesión o herencia que despilfarrar”. No debo aclarar más que “Sin noticias de Gato
de Ursaria” es mi libro preferido.
La
poesía de Enrique Gracia es -como toda poesía que merece tal título- un compromiso
con su tiempo. Es un poeta en la calle no un poeta de torre de marfil; está muy
lejos del venecianismo. Su opulencia,
de existir, es de riqueza en el lenguaje, no artificiosa, y nunca cae en el exceso. Sus preocupaciones son las
que recoge en el entorno, además de los eternos temas de la poesía. Encontramos
en su obra la soledad del hombre, la visión del mundo, la crítica social, la fugacidad del tiempo, la búsqueda de la felicidad, el absurdo de la
existencia, la admiración de la belleza, la ironía, la injusticia, el amor, la
muerte… Puede decirse que Enrique ejerce, en cierto modo, como poeta social sin etiqueta (descree de las etiquetas, y en eso
también coincidimos). En 2004 reunió en “Contrafábula” sus libros aparecidos
hasta entonces, y sus lectores esperamos una edición ampliada de ese libro que
acoja su producción posterior.
Como
colofón, no debemos ignorar su labor como dibujante improvisado. En ágiles
trazos Enrique derrama su ironía, aderezada de cierta acidez bien medida. Son
celebrados sus apuntes que recogen diestramente momentos de las Juntas
Directivas en la Asociación de Escritores y Artistas Españoles; colorean de
humor una sala vetusta con solemnes retratos y sólida mesa decimonónica.
Enrique Gracia es un poeta en la calle que vive para la cultura en un tiempo en
que por lo común las gentes buscan otros menesteres más lucrativos y menos indefensos.
La Cultura viene siendo una opción de riesgo. Como su Gato de Ursaria, Enrique ha
elegido un oficio sin futuro, de mucho trabajo y poca ganancia. Es una apuesta
que debemos agradecerle los demás.