El título de estas
líneas no es mío sino de Ramón Gómez de la Serna que siempre se mostró muy
crítico con la Real Academia Española, la
Academia por antonomasia. Llegó a
decir que él nunca aceptaría figurar “bajo ese lema de lustrabotas” en
referencia al “Limpia, fija y da esplendor”. Se pasaba. Escribo hoy sobre la Academia
porque ayer ingresó en ella la escritora Carme Riera con un discurso memorable por más de un concepto, y vivimos las vísperas de
la toma de posesión de Aurora Egido. Dos mujeres. Es buena noticia para una
Institución que a lo largo de sus tres siglos de historia, que se cumplen este
año, había cerrado el paso a la presencia de la mujer hasta no hace mucho. La primera mujer que
rompió el inexplicable tabú fue Carmen Conde en 1979, seguida por mi ilustre
parienta Elena Quiroga en 1984.
A través del tiempo
fueron muchas las candidatas a académicas con méritos sobrados, entre ellas:
Gertrudis Gómez de Avellaneda, mi también no menos ilustre parienta Emilia
Pardo Bazán, Concepción Arenal, Blanca de los Ríos, Concha Espina, Rosa Chacel,
Sofía Casanova o Carmen Bravo Villasante, por citar sólo a quienes fueron
propuestas sin éxito. Un relevante olvido académico que merece mención aparte es
el de María Moliner a la que tanto debe la lengua castellana.
La misoginia histórica
de la Academia queda reflejada, como anécdota, en el chascarrillo atribuido a
Bretón de los Herreros cuando, siendo secretario de la Institución, intentó
entrar en ella Gómez de Avellaneda: “¡Es mucho hombre esta mujer!”. Cuenta
Sebastián Moreno en su jugoso libro “La Academia se divierte” (2012) que Carmen
Bravo Villasante, otra candidata rechazada, a la que traté y de la que fui editor, comentó: “A nadie se le hubiera
ocurrido decir de la sensibilidad de Bécquer: ¡Es mucha mujer este hombre”.
Las actuales académicas
son siete: Ana María Matute, Carmen Iglesias, Margarita Salas, Soledad
Puértolas, Inés Fernández Ordóñez, Carme Riera y Aurora Egido. En el solemne acto de ingreso
de Carme Riera me ha sorprendido su indumentaria, una especie de vestido de
faralaes en intenso rojo, o granate, más propio de una fiesta en la Feria de Sevilla. No soy
un experto en vestimenta femenina pero asistí a las tomas de posesión de Carmen Conde, Elena Quiroga y Carmen Iglesias y no desentonaban
en ese protocolario formalismo del frac en los hombres, sustituido ya en algunos casos por el chaqué, en contra de la costumbre académica que hizo sentirse tan incómodo a Baroja la
tarde de su ingreso. Las fotografías del acto protagonizado por Carme Riera
están en internet y en los periódicos.
Las ausencias en la
Academia han sido notorias. Tan notorias y tan sorprendentes como algunas presencias.
No entraron en la Academia ni
Valle-Inclán, ni Clarín, ni Blasco
Ibáñez, ni Gómez de la Serna, ni Julio Camba, ni Moreno Villa, ni Antonio
Machado, ni el Premio Nobel Juan Ramón Jiménez (otros dos Premios Nobel: Ramón
y Cajal y Benavente, aunque elegidos, nunca tomaron posesión de sus sillones), ni
Cernuda, ni Alberti, ni Celaya, ni Sender… Unamuno tampoco tomó posesión,
aunque fue elegido. Pérez Galdós fue derrotado en su primer intento académico
(ganó el sillón un tal Cammelerán; "el hombre más pretencioso y vulgarote que he conocido", Ricardo Palma dixit), y Azorín fracasó por primera vez en 1912 y
en 1913 en dos ocasiones, lo que provocó un gran escándalo en medios
intelectuales con homenaje de desagravio incluido; no ingresó hasta 1924. En
uno de sus berrinches tras una derrota académica, Azorín calificó a la Institución en un artículo de ABC como “Real
Academia de la Inutilidad Española”. Cuando ingresó escondió las garras.
En las últimas décadas fueron
sonoros los portazos a José Luis Castillo Puche, José Manuel Caballero Bonald,
Francisco Umbral y Luis Alberto de Cuenca. Resultó chocante la derrota de
Antonio Quilis, ilustre catedrático y lingüista, experto en fonética y
fonología del castellano, ante la candidatura triunfante de Juan Luis Cebrián, exitoso
empresario de prensa, autor de una única novela, “La rusa”, considerada por el
profesor Gabriel Albiac: “una de esas novelas baratas para uso de quioscos en
ferrocarriles y aeropuertos”, para añadir: “Juan Luis Cebrián no es un escritor
pésimo. No es un escritor. Sencillamente”. Y sentencia Albiac: “Vergüenza para la
Academia: para quienes lo propusieron y para quienes lo votaron, ellos sabrán
por qué”. Tampoco se explica que la Academia no haya llamado a Fernando
Arrabal, dramaturgo internacionalmente celebrado.
En el presente académico,
una consideración objetiva de los valores reales de las presencias y su
contraste con los valores reales de las ausencias puede provocar no pocas
sorpresas. Sebastián Moreno en “La Academia se divierte” cita, y por algo será,
el concepto de culiparlante, feliz hallazgo de uno de los mejores cronistas parlamentarios
de la transición española, Víctor Márquez Reviriego, como definición de los ilustres
representantes de la soberanía que conforman las Cortes, atentos a no
equivocarse al apretar el botón del voto para mantener sus traseros en los escaños
legislatura tras legislatura.
En una curiosa
publicación titulada “La Fiera Literaria”, editada por el Centro de
Documentación de la Novela Española, se habla de “flagrante mediocridad” de la
Academia. La publicación fustiga habitualmente a la Docta Casa, a veces desde
la exageración un tanto esperpéntica, pero siempre esgrimiendo criterios y a
cara descubierta. Suele arremeter contra las incorrecciones gramaticales de los
inmortales y contra los errores del Diccionario.
Max Aub, que tampoco
entró en la Academia, publicó su supuesto discurso de ingreso ficticiamente
ocurrido en 1956. Titula su apócrifa intervención “El teatro español sacado a
la luz de las tinieblas de nuestro tiempo”. Imagina que la guerra civil no se ha producido
y ofrece una supuesta lista de académicos “en 1º de enero de 1957”. Acierta en
varios nombres que acabaron siendo académicos e incluye otros que no lo fueron, algunos de ellos por haber muerto en la guerra o por el exilio
que impuso una España partida en dos. Es un juego literario muy de su gusto.
Hizo célebre a un personaje de su invención, el pintor Josep Torres Campalans, del
que escribió una biografía y al que no pocos críticos de arte creyeron un ser
de carne y hueso y no un producto de su prodigiosa imaginación. Algo así ocurrió
con alguno de los heterónimos de Pessoa. A Max Aub y a esta ficción dedicó Antonio
Muñoz Molina su discurso de ingreso en la Academia.
Y, vuelto al ingreso de
Carme Riera y a la inminente incorporación formal a la Academia de Aurora Egido, reitero mis
parabienes por este hecho feliz de que la Docta Casa persevere en el destierro de
su por tantos años pertinaz misoginia. Y espero que no se trate de una forzada y artificial cuestión de cuotas sino de un acto de justicia intelectual. A la Academia, cuando los ha hecho o ha parecido que los hacía, no le ha venido bien buscar compensaciones o equilibrios políticos o empresariales.