lunes, 13 de enero de 2014

El Saddam Hussein que conocí y un poema final

En el subtítulo del blog se anuncian sus contenidos: “poemas”, “fragmentos de memorias” y “notas de lecturas”. Este post responde a los dos primeros anuncios: es un fragmento de mi memoria y concluye con un poema nacido del hecho que se relata.

Josep Pla, una de las cumbres del memorialismo, del periodismo y de la literatura en catalán y castellano en el siglo XX, vertió en su ingente obra inteligentes opiniones sobre el oficio de periodista, cuando éste alcanza altura y no se queda en mero reflejo chato y vulgar o en  manipulación consciente o inconsciente. De entre todos esos  juicios hay uno que viene bien a la ocasión: “El periodismo abre un campo vastísimo a la observación y provoca contactos humanos muy variados, a veces lleno de interés”. Mi amplio ejercicio periodístico por esos mundos me ha permitido vivir en primera persona esa afirmación del escritor ampurdanés. Uno de esos contactos humanos lleno de interés lo protagonizó mi larga conversación con Saddam Hussein, en el Bagdad de finales de 1973, muchos años antes de que este hombre, considerado ya entonces como un halcón de la política árabe, se convirtiese en personificación de lo que Washington consideró “eje del mal”.


Llegué a un Bagdad oficialmente en guerra porque Irak no había aceptado un mes antes el alto el fuego de la llamada guerra del Ramadán o de Yom Kippur  de la que yo había sido testigo en el Canal, frente al Gran Lago Amargo. Emilio Martín, embajador de España en Bagdad, me había asegurado meses antes en Madrid que Saddam Hussein, el hombre fuerte de la revolución iraquí de 1968, era una de las personalidades más interesantes del mundo árabe. "Dará mucho que hablar”, me dijo. Y no falló su olfato de veterano diplomático.

Irak, el lugar donde la leyenda sitúa el Edén, cuna de la civilización y nacimiento de la escritura, entre el Tigris y el Éufrates, había vivido una turbulenta y sangrienta historia desde el albor de su independencia en 1921 tras el mandato británico pero confirmada en 1932 por su admisión en la Sociedad de Naciones. Pocos años después comenzaron los cuartelazos. Raschid desterró al regente Abdul Ilah en 1941, y meses más tarde fue derrotado por tropas británicas, pese al apoyo italo-alemán. En 1943 Irak declaró la guerra al Eje. En 1958, tras un periodo de Federación de Reinos Arabes que unió el país a Jordania, Karim Kassem proclamó la República en un golpe militar. El rey Feisal II -veinte años-, el antiguo regente, Abdul Ilah, y el primer ministro El Said  fueron asesinados. En 1959 el joven Saddam Hussein salta por primera vez a las páginas de los periódicos: forma parte del comando terrorista que ametralla el coche del presidente Karim Kassem, que resulta herido. Saddam recibe un balazo, se esconde, y huye a El Cairo. En el Egipto nasserista estudia Derecho, algunos dicen que trabaja para la CIA, y se prepara para el asalto al poder.

En 1963 nuevo golpe de Estado; Karim Kassem es fusilado. Saddam pasa  a dirigir el aparato de Seguridad Interior. El golpista Salam Aref tampoco muere en  la cama. Le sustituye su hermano Rahman, depuesto en 1968 por un golpe en el que figura, entre bastidores, Saddam Hussein. El mascarón de proa es el general Ahmd Hassan El Bakr. Saddam se hace nombrar vicepresidente del Consejo de la Revolución y de la República. En 1979, con un “golpe de palacio”,  El Bakr es empujado a dimitir, y Saddam ocupa el poder absoluto. Cuatro años antes, cuando el mundo ya sabe quién era el hombre fuerte en el belicoso Irak, se produce mi encuentro con él, más de tres horas, que, según me aseguró a las primeras de cambio, deseaba fuese una conversación “cordial, sincera, un diálogo entre amigos”. “No tengo prisa; vamos a hablar el tiempo que quiera y de lo que quiera”, me dijo.

Fue una sorpresa que Saddam me recibiera sin haberse cumplido una semana de mi llegada a Bagdad. No concedía entrevistas a medios de comunicación extranjeros; hasta su muerte no había sido entrevistado por más de una decena de ellos. Yo fui el primer español, y el último, al que recibió. Recogí la conversación con Saddam en mi libro: “Entre el infierno y el paraíso”, de 1976. Titulé el capítulo: “Irak, los halcones árabes”. 

Saddam me recibió en un palacio a las afueras de Bagdad.  Vestía un traje inglés, de impecable corte, lejos aún del uniforme militar, y hablaba lentamente, como mimando las palabras. Sus ojos eran vivos y su mirada penetrante. Durante la entrevista -solos  Saddam, el intérprete oficial y yo, y en un primer momento el fotógrafo que me había buscado la Embajada- a veces interrumpía la conversación para atender el teléfono.  Su obsesión era el error de los países árabes que habían aceptado el “alto el fuego”. Se mostró partidario de una “guerra larga”. Su objetivo era crear la “nación árabe”: “la sangre de los soldados iraquíes no ha sido derramada en defensa del territorio de Irak, sino en defensa del Golán y del Sinaí”. 

Además de la guerra, de los kurdos, de la utilización del petróleo como arma política, de Israel, del papel de Estados Unidos… hablamos de los más variados temas. Se interesaba por la cultura española, conocía la poesía de la España musulmana y con sorprendente detalle la Reconquista. “Uno de los personajes castellanos más relevantes ha pasado a la Historia como el Cid, del árabe andalusí sidi, señor”, recordó. También había estudiado con cierto detalle la guerra civil.

Algún tiempo después de aquella conversación en Bagdad, Saddam visitó Madrid y me llamaron de la Embajada de Irak. Saddam quería saludarme. Fui al hotel en que se hospedaba y tuvimos un diálogo cordial al que asistió el embajador de su país; era un general que luego fue depurado. Me regaló unos gemelos y una jambia de plata. No volví a verlo más.

Con Saddam Hussein ya como Presidente de la República y del Consejo de la Revolución, se produjeron sucesivas depuraciones en las filas del Partido Árabe Socialista, el Baath (Rencimiento), que él dirigía, la masacre de los kurdos, la guerra contra Irán con cientos de miles de muertos, la invasión de Kuwait, las resoluciones de la ONU y sus incumplimientos, dos guerras con una coalición internacional, y, en definitiva,  el sueño roto para los iraquíes de esa paz y de esa libertad de la que Saddam me habló; su concepto de democracia, con partido único, era similar al de las llamadas “democracias populares”. La  impresión que saqué es que era un tipo de cuidado; decidido; hablaba con pasión; parecía inteligente, y ya entonces su propia biografía evidenciaba que era hábil. Acertó el embajador Emilio Martín: Saddam Hussein dio mucho que hablar aunque ni él ni yo pensamos entonces que tanto.

En mi libro “Bajo otro tiempo”, de 2013, en su tercera parte titulada “Nombres y geografías”, se incluye el poema “El segundo alfanje” sobre aquella conversación.

EL SEGUNDO ALFANJE

                                  (Bagdad, Irak)

El hombre allí,
en medio del enorme salón de oros y mármoles,
con un traje cortado en Inglaterra,
impecable de oscuro azul bajo sus negros ojos,
más brillantes a la luz de las viejas arañas
solemnes y algo impropias,
y su sonrisa amable de vendedor de alfombras
en el bazar de Khan el-Khalili
allá en  El Cairo de su juventud  y de mis recuerdos,
arqueando su bigote ridículo
en los gestos de su boca grande,
mientras me expedía esas amables palabras,
tan repetidas,
de quien recibe por obligación a un molesto desconocido.

La Guardia y sus colores,
resurrección atípica de Abderramán III,
en los amplios y mudos salones,
en corredores, puertas y pasillos,
hasta llegar a aquella estancia tan desproporcionada;
hasta llegar al hombre del traje inglés,
de los ojos que tiznan,
del bigote flotante,
que no era un vendedor de Khan el-Kahili,
ni Bagdad era El Cairo,
aunque vendía la rara mercancía nacida en su palabra,
que no estaba a la venta en el mercado
y era tan apreciada por él y por el mundo.

Fueron más de tres horas,
con ritos y distancias que prescribe el arte de la esgrima,
en las que yo intenté saber más de aquel hombre
del que su pueblo hablaba comúnmente en susurros.

Frente a mí una leyenda,
entre tazas de té que un gigantón llenaba sin dejar apurarse,
y un alfanje lujoso de acero y pedrería
colgado en la pared, no sé si una advertencia
o un lujo del Oriente,
mientras los dos, el hombre y el visitante incómodo,
vendíamos, comprábamos,
la extraña mercancía que llamamos noticias
y el tiempo ingrato pronto condenará al olvido.

Habló de guerra, de petróleo, de armas,
de una infancia indigente,
del joven que atentó contra el tirano Karim Kassem,
de su fracaso,
de su exilio en El Cairo,
del destino imparable que llevaba su nombre,
de pueblos y países como si el mundo fuese
sólo un juego de mesa,
y las vidas valiesen lo que una ficha aislada en el tablero
que descarta quien gana.

No levantó la voz,
nunca mostró alegría ni desánimo,
hablaba quedamente,
desde una cercanía nada cómplice,
con esa convicción de quien no duda,
de quien nunca contempla que puede equivocarse.

El hombre, al fin, era su certidumbre.

Locuaz e inteligente, no hubo ni un solo instante
en que me pareciese que hablaba con un loco.

Después de aquellas horas que se me hicieron briznas
de un tiempo sin relojes,
otra vez los salones silenciosos,
los corredores y las puertas,
los pasillos, la Guardia y sus colores.
Abderramán III en Medina Azahara.

Y atrás un hombre frente a su destino. 

Saddam Hussein era
como un segundo alfanje que no vi reflejado en los espejos
de aquel salón tan desmedido
como la propia Historia y sus argucias.


                                                   (De “Bajo otro tiempo”, 2013.
                                                Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla”)