Josep Pla, una de las cumbres del
memorialismo, del periodismo y de la literatura en catalán y castellano en el
siglo XX, vertió en su ingente obra inteligentes opiniones sobre el oficio de
periodista, cuando éste alcanza altura y no se queda en mero reflejo chato y
vulgar o en manipulación consciente o
inconsciente. De entre todos esos
juicios hay uno que viene bien a la ocasión: “El periodismo abre un
campo vastísimo a la observación y provoca contactos humanos muy variados, a
veces lleno de interés”. Mi amplio ejercicio periodístico por esos mundos me ha
permitido vivir en primera persona esa afirmación del escritor ampurdanés. Uno
de esos contactos humanos lleno de interés lo protagonizó mi larga conversación
con Saddam Hussein, en el Bagdad de finales de 1973, muchos años antes de que
este hombre, considerado ya entonces como un halcón de la política árabe, se
convirtiese en personificación de lo que Washington consideró “eje del mal”.
Llegué a un Bagdad oficialmente en guerra porque Irak no había aceptado un mes antes el alto el fuego de la llamada guerra del Ramadán o de Yom Kippur de la que yo había sido testigo en el Canal, frente al Gran Lago Amargo. Emilio Martín, embajador de España en Bagdad, me había asegurado meses antes en Madrid que Saddam Hussein, el hombre fuerte de la revolución iraquí de 1968, era una de las personalidades más interesantes del mundo árabe. "Dará mucho que hablar”, me dijo. Y no falló su olfato de veterano diplomático.
Llegué a un Bagdad oficialmente en guerra porque Irak no había aceptado un mes antes el alto el fuego de la llamada guerra del Ramadán o de Yom Kippur de la que yo había sido testigo en el Canal, frente al Gran Lago Amargo. Emilio Martín, embajador de España en Bagdad, me había asegurado meses antes en Madrid que Saddam Hussein, el hombre fuerte de la revolución iraquí de 1968, era una de las personalidades más interesantes del mundo árabe. "Dará mucho que hablar”, me dijo. Y no falló su olfato de veterano diplomático.
Irak, el lugar donde la leyenda
sitúa el Edén, cuna de la civilización y nacimiento de la escritura, entre el
Tigris y el Éufrates, había vivido una turbulenta y sangrienta historia desde
el albor de su independencia en 1921 tras el mandato británico pero confirmada en
1932 por su admisión en la Sociedad de Naciones. Pocos años después comenzaron
los cuartelazos. Raschid desterró al regente Abdul Ilah en 1941, y meses más
tarde fue derrotado por tropas británicas, pese al apoyo italo-alemán. En 1943
Irak declaró la guerra al Eje. En 1958, tras un periodo de Federación de Reinos
Arabes que unió el país a Jordania, Karim Kassem proclamó la República en un
golpe militar. El rey Feisal II -veinte años-, el antiguo regente, Abdul Ilah,
y el primer ministro El Said fueron asesinados.
En 1959 el joven Saddam Hussein salta por primera vez a las páginas de los
periódicos: forma parte del comando terrorista que ametralla el coche del
presidente Karim Kassem, que resulta herido. Saddam recibe un balazo, se
esconde, y huye a El Cairo. En el Egipto nasserista estudia Derecho, algunos
dicen que trabaja para la CIA, y se prepara para el asalto al poder.
En 1963 nuevo golpe de Estado;
Karim Kassem es fusilado. Saddam pasa a dirigir
el aparato de Seguridad Interior. El golpista Salam Aref tampoco muere en la cama. Le sustituye su hermano Rahman,
depuesto en 1968 por un golpe en el que figura, entre bastidores, Saddam Hussein.
El mascarón de proa es el general Ahmd Hassan El Bakr. Saddam se hace nombrar vicepresidente
del Consejo de la Revolución y de la República. En 1979, con un “golpe de
palacio”, El Bakr es empujado a dimitir,
y Saddam ocupa el poder absoluto. Cuatro años antes, cuando el mundo ya sabe
quién era el hombre fuerte en el belicoso Irak, se produce mi encuentro con él,
más de tres horas, que, según me aseguró a las primeras de cambio, deseaba
fuese una conversación “cordial, sincera, un diálogo entre amigos”. “No tengo
prisa; vamos a hablar el tiempo que quiera y de lo que quiera”, me dijo.
Fue una sorpresa que Saddam me
recibiera sin haberse cumplido una semana de mi llegada a Bagdad. No concedía
entrevistas a medios de comunicación extranjeros; hasta su muerte no había sido
entrevistado por más de una decena de ellos. Yo fui el primer español, y el
último, al que recibió. Recogí la conversación con Saddam en mi libro: “Entre
el infierno y el paraíso”, de 1976. Titulé el capítulo: “Irak, los halcones
árabes”.
Saddam me recibió en un palacio a
las afueras de Bagdad. Vestía un traje inglés,
de impecable corte, lejos aún del uniforme militar, y hablaba lentamente, como
mimando las palabras. Sus ojos eran vivos y su mirada penetrante. Durante la
entrevista -solos Saddam, el intérprete oficial
y yo, y en un primer momento el fotógrafo que me había buscado la Embajada- a
veces interrumpía la conversación para atender el teléfono. Su obsesión era el error de los países árabes
que habían aceptado el “alto el fuego”. Se mostró partidario de una “guerra
larga”. Su objetivo era crear la “nación árabe”: “la sangre de los soldados
iraquíes no ha sido derramada en defensa del territorio de Irak, sino en
defensa del Golán y del Sinaí”.
Además de la guerra, de los
kurdos, de la utilización del petróleo como arma política, de Israel, del papel
de Estados Unidos… hablamos de los más variados temas. Se interesaba por la
cultura española, conocía la poesía de la España musulmana y con sorprendente detalle
la Reconquista. “Uno de los personajes castellanos más relevantes ha pasado a
la Historia como el Cid, del árabe andalusí sidi,
señor”, recordó. También había estudiado con cierto detalle la guerra civil.
Algún tiempo después de aquella
conversación en Bagdad, Saddam visitó Madrid y me llamaron de la Embajada de
Irak. Saddam quería saludarme. Fui al hotel en que se hospedaba y tuvimos un
diálogo cordial al que asistió el embajador de su país; era un general que
luego fue depurado. Me regaló unos gemelos y una jambia de plata. No volví a
verlo más.
Con Saddam Hussein ya como Presidente
de la República y del Consejo de la Revolución, se produjeron sucesivas depuraciones
en las filas del Partido Árabe Socialista, el Baath (Rencimiento), que él
dirigía, la masacre de los kurdos, la guerra contra Irán con cientos de miles
de muertos, la invasión de Kuwait, las resoluciones de la ONU y sus incumplimientos,
dos guerras con una coalición internacional, y, en definitiva, el sueño roto para los iraquíes de esa paz y
de esa libertad de la que Saddam me habló; su concepto de democracia, con
partido único, era similar al de las llamadas “democracias populares”. La impresión que saqué es que era un tipo de
cuidado; decidido; hablaba con pasión; parecía inteligente, y ya entonces su propia
biografía evidenciaba que era hábil. Acertó el embajador Emilio Martín: Saddam
Hussein dio mucho que hablar aunque ni él ni yo pensamos entonces que tanto.
En mi libro “Bajo otro tiempo”,
de 2013, en su tercera parte titulada “Nombres y geografías”, se incluye el
poema “El segundo alfanje” sobre aquella conversación.
EL SEGUNDO ALFANJE
(Bagdad, Irak)
El hombre allí,
en medio del enorme salón de oros
y mármoles,
con un traje cortado en Inglaterra,
impecable de oscuro azul bajo sus
negros ojos,
más brillantes a la luz de las
viejas arañas
solemnes y algo impropias,
y su sonrisa amable de vendedor
de alfombras
en el bazar de Khan el-Khalili
allá en El Cairo de su juventud y de mis recuerdos,
arqueando su bigote ridículo
en los gestos de su boca grande,
mientras me expedía esas amables
palabras,
tan repetidas,
de quien recibe por obligación a un
molesto desconocido.
resurrección atípica de
Abderramán III,
en los amplios y mudos salones,
en corredores, puertas y
pasillos,
hasta llegar a aquella estancia
tan desproporcionada;
hasta llegar al hombre del traje
inglés,
de los ojos que tiznan,
del bigote flotante,
que no era un vendedor de Khan
el-Kahili,
ni Bagdad era El Cairo,
aunque vendía la rara mercancía
nacida en su palabra,
que no estaba a la venta en el
mercado
y era tan apreciada por él y por
el mundo.
Fueron más de tres horas,
con ritos y distancias que
prescribe el arte de la esgrima,
en las que yo intenté saber más
de aquel hombre
del que su pueblo hablaba
comúnmente en susurros.
Frente a mí una leyenda,
entre tazas de té que un gigantón
llenaba sin dejar apurarse,
y un alfanje lujoso de acero y
pedrería
colgado en la pared, no sé si una
advertencia
o un lujo del Oriente,
mientras los dos, el hombre y el
visitante incómodo,
vendíamos, comprábamos,
la extraña mercancía que llamamos
noticias
y el tiempo ingrato pronto condenará
al olvido.
Habló de guerra, de petróleo, de
armas,
de una infancia indigente,
del joven que atentó contra el
tirano Karim Kassem,
de su fracaso,
de su exilio en El Cairo,
del destino imparable que llevaba
su nombre,
de pueblos y países como si el
mundo fuese
sólo un juego de mesa,
y las vidas valiesen lo que una
ficha aislada en el tablero
que descarta quien gana.
No levantó la voz,
nunca mostró alegría ni desánimo,
hablaba quedamente,
desde una cercanía nada cómplice,
con esa convicción de quien no
duda,
de quien nunca contempla que
puede equivocarse.
El hombre, al fin, era su certidumbre.
Locuaz e inteligente, no hubo ni
un solo instante
en que me pareciese que hablaba
con un loco.
Después de aquellas horas que se
me hicieron briznas
de un tiempo sin relojes,
otra vez los salones silenciosos,
los corredores y las puertas,
los pasillos, la Guardia y sus colores.
Abderramán III en Medina Azahara.
Y atrás un hombre frente a su
destino.
Saddam Hussein era
como un segundo alfanje que no vi
reflejado en los espejos
de aquel salón tan desmedido
como la propia Historia y sus
argucias.
(De “Bajo
otro tiempo”, 2013.
Premio
Internacional de Poesía Ciudad de Melilla”)