sábado, 25 de enero de 2014

Bibliófilos, bibliómanos y bibliopiratas

Los bibliófilos pueden caer en la tentación de convertirse en bibliómanos o en bibliopiratas desde ese fetichismo más o menos asumido de todo coleccionista. No es inoportuno dedicar un post a la bibliomanía. No pocas veces la búsqueda de ejemplares singulares ha llevado al robo y, al menos en la leyenda, al asesinato.
 
La historia anota célebres robos de libros y documentos. El bibliófilo Francisco de Mendoza nos recuerda dos. El primer mapa en el que aparece representada América lo realizó Juan de la Cosa y lo entregó a la reina Isabel la Católica en 1500. Las tropas napoleónicas lo robaron de la Casa de Contratación de Sevilla, y en 1832 fue vendido en una almoneda parisina. Al fallecer en 1854 su comprador, un diplomático holandés, fue adquirido en subasta por el Gobierno español y desde entonces se conserva en el Museo Naval de Madrid. Otro caso arquetípico de robo es el del “Cancionero de Baena”. Se encontraba en la Biblioteca Real en 1820, trasladado desde la biblioteca del monasterio de El Escorial. Desapareció y reapareció en 1824, ofrecido en una subasta en Londres. Lo compró el famoso bibliófilo Richard Heber, y a su muerte fue de nuevo subastado en 1836. Adquirido por la Biblioteca Nacional de Francia, está allí desde entonces.
 

Durante la Guerra de la Independencia los franceses robaron decenas de miles de documentos del Archivo de Simancas. Más de cuatrocientos carros los trasladaron a París. Ese inmenso patrimonio documental volvió al Archivo gracias a un acuerdo entre el Gobierno de Vichy y el Gobierno español durante la ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial. Recuerdo haber investigado en Simancas hace ya muchos años en legajos atados con cintas con la bandera francesa.
 
No tan lejano en el tiempo, finales del siglo XX y principios del XXI, hay que recordar el robo continuado de libros y documentos en la catedral de Cuenca, cuyo autor resultó ser un canónigo. O el robo de libros en la catedral de Zamora, también debido a un canónigo que actuaba por encargo de un bibliófilo cordobés. O el robo de dos mapamundis de la “Cosmografía” de Ptolomeo, entre otros incunables, perpetrado por un supuesto investigador en la Biblioteca Nacional.
 
Los bibliófilos, punzados por un fetichismo desaforado, han robado también por su cuenta, sin necesidad de provocar robos por encargo ni teniéndose que valer de la soldadesca saqueadora como durante la francesada, ni aprovechando situaciones históricas favorables al todo vale, como lo fueron las desamortizaciones y los exilios que dejaron a merced de la rapiña importantes bibliotecas privadas y eclesiásticas.
 
Cuando Gregorio Marañón regresó desde París después de la guerra civil la biblioteca de su casa estaba vacía. Su casa y su cigarral de Toledo habían sido saqueados. Hace una treintena de años compré en un puesto de libros viejos de Barcelona una hermosa edición del “Pablo Picasso” de Eugenio D’Ors; en el lomo de la primorosa encuadernación las iniciales “G.M.P” (Gregorio Marañón Posadillo), y para que no quedase duda sobre el origen del ejemplar, la dedicatoria manuscrita de D’Ors: “A Gregorio Marañón, ofrenda y homenaje. Navidad de 1930”.
 
Bibliófilos señeros han pasado al anecdotario del latrocinio libresco como Estébanez Calderón, Gayangos, Gallardo, Sancho Rayón y tantos otros. Decían sus enemigos, que no eran pocos ni faltos de ingenio, que Bartolomé José Gallardo se sentaba en una sala de la Biblioteca Nacional junto a una ventana que daba a un patio e iba tirando por la ventana los libros que le interesaban que un criado suyo recogía. ¿Quién iba a negarle a Gallardo acercarse a una ventana con una pila de libros para poder verlos mejor dada su cansada vista?
 
Y entre aquellos amantes de los libros que la vida me ha dado el gozo de conocer se dice que César González Ruano y Ernesto Giménez Caballero ejercieron de ladrones librescos. La leyenda recoge que González Ruano iba a la Cuesta de Moyano con dos o tres libros bajo el brazo que descansaba en las bandejas sobre los libros que ya había elegido; oteaba las estanterías y, al cabo, se llevaba sus libros y los ajenos. Y Giménez Caballero, el extravagante animador de “La Gaceta Literaria”, precursor del fascismo español, luego embajador, hombre de tantas sorpresas, estaba una tarde en cierta caseta de la Cuesta de Moyano y, en un descuido del librero con otro cliente, comenzó a introducir en una gran cartera los ejemplares que estaba ojeando. A un muchacho que le miraba atónito, periodista en ciernes que años después lo contó, le repetía: “Aproveche, joven, aproveche”.
 
Y del robo a la leyenda del librero asesino. Se publicó por primera vez como crónica en la “Gazette des Tribunaux”, de París, el domingo 23 de octubre de 1836. Casi un siglo después, en 1928, el académico y eminente bibliófilo Ramón Miquel y Planas publicó “La leyenda del librero asesino”. Poseo uno de los 525 ejemplares de su primera edición catalana. Cuenta la historia de un tal Vicente, fraile exclaustrado, librero de viejo en Barcelona, que por conseguir el único ejemplar conocido de los “Fueros de Valencia”, edición de Palmart, 1482, incendió la librería de su colega Agustín Patxot y lo apuñaló. Encontraron en su casa aquel ejemplar único, lo que acusaba a Vicente.
 
El librero asesino no se derrumbó ante su segura condena a muerte porque, dijo, los libros eran su única razón de vida. Cuenta Miquel y Planas que Vicente sólo lloró y se desesperó cuando su abogado esgrimió ante el juez otro ejemplar de los “Fueros de Valencia” por lo que la prueba presentada contra su cliente no era convincente, ya que si había un segundo ejemplar podía haber un tercero, de modo que el ejemplar encontrado en casa del ex-fraile no tenía que ser necesariamente el del librero asesinado. Entonces Vicente gritó que creía que sólo existía un ejemplar de la obra, que todo había sido inútil, y confesó su crimen, a cambio de un compromiso del juez para que no se dispersase su biblioteca. El librero murió en el garrote.
 
La leyenda del librero asesino, que nunca se confirmó documentalmente porque era una fábula, tuvo enorme repercusión en Europa, el hecho fue tenido como cierto y reproducido en los periódicos de medio mundo. “La Grande Encyclopédie” lo recogió en su artículo “Bibliomanía” (volumen VI) a partir de su edición de 1892. Además tuvo una eminente repercusión literaria: inspiró uno de los primeros cuentos de Gustavo Flaubert, titulado “Bibliomanía”, escrito veinte años antes de “Madame Bovary”, cuando no había cumplido quince años, como ejercicio de redacción en el Collège Royal de Ruán.
 
Antiguamente la seguridad de los libros se fiaba a la amenaza de la excomunión, como advierte el tan reproducido cartel que se exhibe en la Universidad de Salamanca. Ahora las bibliotecas públicas y muchas privadas cuentan con sistemas de seguridad, más sofisticados cuanto más importante es la biblioteca. Pero el robo de libros no es una leyenda.