Camilo José Cela me
favoreció con su amistad desde que yo era un jovencito. Llegué a su casa madrileña
de la calle de Ríos Rosas una mañana de julio de 1963, con sólo 19 insolentes
años recién cumplidos, para hacerle una entrevista; había concertado la cita José
García Nieto que era algo así como mi padrino poético y el responsable de que
aquel año apareciese mi primer libro de versos. Perdono su insistencia, aunque
acaso no debería, ahormada en el consejo taurino que me regaló: “O te lanzas al
ruedo aunque tengas pánico, o nunca lo harás”. Es un libro de tanteo que no figura
representado en mis antologías.
Lo he contado alguna
vez. Cela me recibió en calzoncillos, despeinado y con un cigarrillo moribundo
entre los dedos. Al poco de yo llegar desapareció del salón dejándome al
cuidado de un cerro de folios mecanografiados. “Vete corrigiendo las erratas,
muchacho -me dijo-; voy al baño”. Creo
que el libro era “Izas, rabizas y colipoterras”. Luego hablamos hasta la hora
de comer; Cela había quedado con García Nieto que era su compadre y que, andando
el tiempo, sería académico y recibiría el Premio Cervantes en 1996, un año
después que él. “Vente a comer, Pepe se alegrará”. En aquel encuentro nacieron
no sólo la amistad y la entrevista; también una lección de periodismo que la
experiencia confirmaría y que ya he contado por ahí: la entrevista la cobra el entrevistador
y la salva el entrevistado. Ahora los entrevistadores buscan un protagonismo
impropio: interrumpen, opinan, se empeñan en que conozcamos lo que ellos
piensan o creen cuando lo que nos interesa es lo que opina el entrevistado. Lo
que permanece inalterable es que los entrevistadores cobran la entrevista, y el
entrevistado la convierte en un acierto o en un pestiño.
Recordaba mi larga amistad con Cela, que duró hasta su muerte, cuando escribía el post anterior, porque José Emilio Pacheco contó en alguna ocasión que el gran poeta catalán Joan Margarit le corrigió un día: “No diga usted español, que es castellano” al referirse al idioma común del que tan orgulloso estaba el escritor mexicano. Pacheco confesó que aquella corrección de Margarit le sorprendió desagradablemente hasta el punto de contestarle: “Mire Joan, no tiene usted razón. Es español lo que hablamos, para mí lo es y fíjese por qué: nosotros tenemos un lenguaje más allá de la modalidad castellana, en México hemos bebido de todas las diferentes hablas españolas. Para ilustrarle con un ejemplo, le diré que la tiza en mi tierra natal es “gis”, y esa palabra no se usa en Castilla sino en Cataluña”.
Recordaba mi larga amistad con Cela, que duró hasta su muerte, cuando escribía el post anterior, porque José Emilio Pacheco contó en alguna ocasión que el gran poeta catalán Joan Margarit le corrigió un día: “No diga usted español, que es castellano” al referirse al idioma común del que tan orgulloso estaba el escritor mexicano. Pacheco confesó que aquella corrección de Margarit le sorprendió desagradablemente hasta el punto de contestarle: “Mire Joan, no tiene usted razón. Es español lo que hablamos, para mí lo es y fíjese por qué: nosotros tenemos un lenguaje más allá de la modalidad castellana, en México hemos bebido de todas las diferentes hablas españolas. Para ilustrarle con un ejemplo, le diré que la tiza en mi tierra natal es “gis”, y esa palabra no se usa en Castilla sino en Cataluña”.
Nombrado senador en el
cupo de senadores designados por el Rey en la primera legislatura de las Cortes
Generales, Cela tomó parte activa en el debate de la Constitución de 1978. Su
más sonada enmienda se refirió a la denominación de la lengua oficial de España que el artículo 3 del texto
constitucional en trámite parlamentario denominaba “castellano” y que Cela
proponía fuese “castellano o español”. La enmienda no prosperó por las
componendas de despacho entre el Gobierno y los nacionalistas, entonces más
serenos que ahora. Por este intento infructuoso del que el escritor se dolió
siempre, recordé a Cela cuando escribí sobre Pacheco.
Hablé muchas veces con
Cela, antes y después del Premio Nobel, sobre las secuelas de aquella decisión constitucional,
paralelamente al proceso que llevó al nacionalismo catalán a convertirse en
rampante. El 9 de abril de 2000 el escritor publicó en “ABC” un artículo
esclarecedor: “El español y el castellano”; en él refería las denominaciones
del idioma oficial que se recogen en las Constituciones de los países de habla
española, y anotaba una precisión académica sobre la Constitución de 1978: “El
legislador no acertó a distinguir el adjetivo y el sustantivo”, y aclaraba: “El
Diccionario de la Real Academia Española advierte que “español”, en la acepción
que aquí conviene, es sustantivo, mientras que nuestra Constitución utiliza el
concepto como adjetivo: “el castellano es la lengua española oficial del
Estado…, las demás lenguas españolas…”.
Cela concluía aquel artículo
coincidiendo con lo puntualizado años más tarde por Pacheco a Margarit y, al
tiempo, apuntalaba el contenido de su enmienda: la doble denominación “castellano o español”. “En España y para
distinguirlo de las lenguas periféricas (y también españolas por supuesto)
llamo castellano al idioma común, y en el extranjero y para expresar que me refiero a
nuestra lengua oficial y también común, le llamo español”. Recuerdo que, dentro
del mismo debate, Luis Rosales, también académico y también Premio Cervantes, en
1982, me comentó en la tertulia nocturna
de “Mayte”, siendo testigo nuestro común amigo el poeta y profesor Jaime Delgado, tan sabio
en Historia de América, que él, granadino, hablaba “el español de uso en
Andalucía, que no es el de todos, porque el español tiene una gran riqueza”.
La formación y
consolidación del idioma español fue fruto de un largo proceso de asimilaciones
con origen en el castellano pero no sólo en él, y su estandarización fue
temprana. Otras lenguas europeas han vivido procesos similares. En Alemania el
estándar lingüístico no se logró hasta el siglo XVIII, originario de las regiones del
norte. En Italia todavía a finales del siglo XIX el italiano no era lengua mayoritaria, con
origen en la Toscana. En Francia el idioma actual proviene de la viejísima langue d'oïl del norte del país.
Conservo el artículo de
Cela sobre el español y el castellano dentro de un ejemplar mecanografiado de “Homenaje
a El Bosco, II. La extracción de la piedra de la locura o la invención del
garrote”, una compleja obra dramática por la que desfila, como ante espejos
deformantes, una turbamulta de escritores y artistas del 98 y del 27, algunos de ellos confesadas
admiraciones de nuestro último Premio Nobel, que opinan, con sus propias palabras, sobre momentos convulsos de la Historia
de España desde la pérdida de las últimas colonias a la guerra civil. Cela me regaló el ejemplar tras una lectura de la obra en su casa de
Puerta de Hierro, y sé la fecha por la dedicatoria de Cela aquella noche: “A mi
viejo amigo Juan Van-Halen, que me hizo la caridad de aguantarme esta lectura.
Con mi gratitud y un fuerte abrazo. Camilo José Cela. 7.XI.97”. Es una de las muchas
pruebas de amistad que recibí de él.
Cela murió el 17 de
enero de 2002. Leí la noticia en el aeropuerto de Paris en escala desde Taipéi
y escribí para ABC un artículo sobre su obra; obviamente no era el primero que le
dedicaba. Uno de ellos, publicado también en ABC, “Baroja, Hemingway, Cela”,
relacionando las fórmulas narrativas de los tres escritores, lo agradeció
especialmente. Hemingway, como también en grado sumo Cela, admiraba al autor de
“Zalacaín el aventurero”. Ahora ya todo eso queda muy lejos; la novela actual española carece del nervio de aquellos
gigantes; es comúnmente ramplona y se somete a un canon que la desnaturaliza. "La novela española no está en un buen momento", reconocía Cela en enero de 2000. Pienso
en aquella frase, pesimista pero real, que procede de la “Imitación de Cristo”,
de Kempis: Sic transit gloria mundi.