Podría haber elegido otros autores y títulos representativos para tratar en las sucesivas partes de “Literatura y erotismo” de los muchos que se citan en la primera, pero me quedo con éstos por los motivos que explicaré: “El amante de Lady Chatterley”, de D. H. Lawrence, “Diarios”, “Delta de Venus” y “Pájaros de fuego”, de Anaïs Nin, y “Cincuenta sombras de Grey”, de E. L. James. Dedicaré la entrega final a una breve muestra de mi poesía erótica. En esta segunda parte me refiero a la celebrada obra de D. H. Lawrence.
“El amante de Lady Chatterley” se publicó en Florencia en 1928 y no se imprimió en el Reino Unido hasta 1960. Treinta y dos años de sombra. La obra muestra un ambiente rural marcado por la industrialización, en este caso de la minería del carbón, que vive las consecuencias de la primera guerra mundial. Su protagonista se mueve en el contraste entre el instinto y la razón, lo espontáneo y lo convencional. El sexo es una forma de ejercicio de libertad, de conocimiento directo y real, cuando la mujer europea de los años veinte se abría a nuevas costumbres que incluían una creciente liberación en las prácticas sexuales. La novela produjo un gran escándalo y fue prohibida durante un largo periodo de tiempo, aunque fue bien recibida por autores relevantes como Bertrand Russell y Aldous Huxley. La leyenda asegura que esta obra emblemática de Lawrence se persiguió por sus descripciones explícitas de sexo pero, además, se unieron más motivos, aunque comúnmente no han recibido la debida atención.
La novela narra sin tapujos el amor físico entre Constance, una aristócrata casada, y el guardabosques Mellors. El tema era mal digerido socialmente en la época, por más que Lawrence haga al guardabosques de la posesión aristocrática de Wagby Hall, teniente retirado del Ejército colonial británico, probablemente para matizar su condición proletaria. En el desarrollo de la narración incluye Lawrence sus reflexiones, en forma de diálogos entre sus personajes, sobre el bolchevismo triunfante en Rusia poco antes de los sucesos narrados, manifestando sus simpatías por el socialismo.
El retrato que hace de Constance como mujer instruida y rabiosamente libre, con amantes desde su etapa estudiantil, miembro de una familia de la alta sociedad británica, y sus reflexiones sobre su entendimiento del amor, su repulsa a dejarse dominar por el machismo sexual imperante, capaz de mantener una relación ficticia pero amable “ma non troppo” con su marido el barón Clifford Chatterley, parapléjico, condenado a una silla de ruedas por heridas de guerra, tampoco fueron bien recibidos por la hipócrita sociedad de la época.
Lawrence presenta en el personaje de Constance a una dama nada convencional, burlada por el destino en relaciones anteriores, como la que mantuvo con un petulante Michaelis, dramaturgo de éxito, amigo de su marido y visita bien recibida en la casona de Wagby Hall. El ambiente que rodea la historia es cultural, literario, de tertulias de altura intelectual, con un Clifford Chatterley que escribe cuentos, afronta con amargura su cuerpo paralizado, y acaba por pedirle a Constance que tenga un hijo para así conseguir un heredero de su estirpe, asumiendo que ella sabrá elegir como padre físico a un caballero de su clase social. Esta misma petición tampoco cuadraba en los estereotipados parámetros de la época.
La atracción, la pasión, y luego el amor de tintes singulares entre la desigual pareja que forman Lady Chatterley y Mellors producen un desenlace que sorprende al barón pero no al lector, que ya conoce lo que Constance espera de una relación amorosa. Lo que en el atildado Michaelis, todo fachada, fue un espejismo, casi un pasatiempo, una atracción fugaz, en el guardabosques Mellors es una atadura física, que tiene mucho del desgarro y la opulencia salvaje de los bosques de aquella posesión rural en la que ella es para los lugareños de la cercana aldea minera una especie de reina admirada, envidiada y vista con recelo como miembro de la familia de “los amos”.
Mellors, unas veces tierno y vulnerable como un niño y otras rudo, apasionado y experto amante, rompe algunos esquemas que Constance había construido desde sus anteriores experiencias amatorias al tiempo que confirma otros. El guardabosques no es el macho desentendido de su pareja de cama, egoísta, y ausente. Es el cómplice que la satisface, la calma, y justifica un camino.
Lady Chatterley confiesa a su marido que está embarazada y le miente sobre el padre físico utilizando el nombre de un caballero al que los dos conocen. Pero acaba confesándole la verdad, al tiempo que le solicita el divorcio que el barón le niega. La narración no tiene el final feliz que algún lector podría esperar.
La obra más celebrada de Lawrence no es, a mi juicio, su mejor obra aunque sea la más convencionalmente escandalosa. Prefiero alguna de sus novelas anteriores, entre ellas “Hijos y amantes”, de 1913, “El arco iris”, de 1915, también prohibida por obscena nada más aparecer, y “Mujeres enamoradas”, de 1920. Destaca en Lawrence su capacidad en el retrato psicológico de personajes, su apuesta por un tipo nuevo de mujer, incluyendo tintes lésbicos, y su ruptura de conceptos que estaban en ebullición ya en su tiempo aunque eran tabú, como la castidad, el matrimonio y la fidelidad. El sexo en la obra de Lawrence es una consecuencia de su crítica social y una apuesta por la realidad más allá de la apariencia. El sexo como condicionante más o menos epidérmico o profundo del ser humano, animal al fin.
Una faceta del trabajo literario de Lawrence a la que no se ha prestado la atención que merece es la poesía. Acabo de leer un texto muy interesante de W. H. Auden sobre la obra poética de Lawrence incluido en su libro “El arte de leer”, de 2013, que recoge una conferencia pronunciada en Oxford en 1957. Toda la sabiduría de Auden, el gran poeta anglo-norteamericano muerto en 1973, se despliega en este estudio sobre una poesía que admira pero confiesa no compartir “porque contraviene mi concepto de lo que la poesía debe ser”. Coincido con la valoración y el juicio. El resto de la obra literaria de Lawrence comprende cuentos, libros de viajes y ensayos críticos y filosóficos, además de un epistolario publicado por Aldous Huxley en 1932. Pero, pese a obra tan varia y destacada, D. H. Lawrence figura en la historia literaria por su tratamiento del erotismo como un tema abordado sin paños calientes. Frente a las hipocresías de su época.
“El amante de Lady Chatterley” se publicó en Florencia en 1928 y no se imprimió en el Reino Unido hasta 1960. Treinta y dos años de sombra. La obra muestra un ambiente rural marcado por la industrialización, en este caso de la minería del carbón, que vive las consecuencias de la primera guerra mundial. Su protagonista se mueve en el contraste entre el instinto y la razón, lo espontáneo y lo convencional. El sexo es una forma de ejercicio de libertad, de conocimiento directo y real, cuando la mujer europea de los años veinte se abría a nuevas costumbres que incluían una creciente liberación en las prácticas sexuales. La novela produjo un gran escándalo y fue prohibida durante un largo periodo de tiempo, aunque fue bien recibida por autores relevantes como Bertrand Russell y Aldous Huxley. La leyenda asegura que esta obra emblemática de Lawrence se persiguió por sus descripciones explícitas de sexo pero, además, se unieron más motivos, aunque comúnmente no han recibido la debida atención.
La novela narra sin tapujos el amor físico entre Constance, una aristócrata casada, y el guardabosques Mellors. El tema era mal digerido socialmente en la época, por más que Lawrence haga al guardabosques de la posesión aristocrática de Wagby Hall, teniente retirado del Ejército colonial británico, probablemente para matizar su condición proletaria. En el desarrollo de la narración incluye Lawrence sus reflexiones, en forma de diálogos entre sus personajes, sobre el bolchevismo triunfante en Rusia poco antes de los sucesos narrados, manifestando sus simpatías por el socialismo.
El retrato que hace de Constance como mujer instruida y rabiosamente libre, con amantes desde su etapa estudiantil, miembro de una familia de la alta sociedad británica, y sus reflexiones sobre su entendimiento del amor, su repulsa a dejarse dominar por el machismo sexual imperante, capaz de mantener una relación ficticia pero amable “ma non troppo” con su marido el barón Clifford Chatterley, parapléjico, condenado a una silla de ruedas por heridas de guerra, tampoco fueron bien recibidos por la hipócrita sociedad de la época.
Lawrence presenta en el personaje de Constance a una dama nada convencional, burlada por el destino en relaciones anteriores, como la que mantuvo con un petulante Michaelis, dramaturgo de éxito, amigo de su marido y visita bien recibida en la casona de Wagby Hall. El ambiente que rodea la historia es cultural, literario, de tertulias de altura intelectual, con un Clifford Chatterley que escribe cuentos, afronta con amargura su cuerpo paralizado, y acaba por pedirle a Constance que tenga un hijo para así conseguir un heredero de su estirpe, asumiendo que ella sabrá elegir como padre físico a un caballero de su clase social. Esta misma petición tampoco cuadraba en los estereotipados parámetros de la época.
La atracción, la pasión, y luego el amor de tintes singulares entre la desigual pareja que forman Lady Chatterley y Mellors producen un desenlace que sorprende al barón pero no al lector, que ya conoce lo que Constance espera de una relación amorosa. Lo que en el atildado Michaelis, todo fachada, fue un espejismo, casi un pasatiempo, una atracción fugaz, en el guardabosques Mellors es una atadura física, que tiene mucho del desgarro y la opulencia salvaje de los bosques de aquella posesión rural en la que ella es para los lugareños de la cercana aldea minera una especie de reina admirada, envidiada y vista con recelo como miembro de la familia de “los amos”.
Mellors, unas veces tierno y vulnerable como un niño y otras rudo, apasionado y experto amante, rompe algunos esquemas que Constance había construido desde sus anteriores experiencias amatorias al tiempo que confirma otros. El guardabosques no es el macho desentendido de su pareja de cama, egoísta, y ausente. Es el cómplice que la satisface, la calma, y justifica un camino.
Lady Chatterley confiesa a su marido que está embarazada y le miente sobre el padre físico utilizando el nombre de un caballero al que los dos conocen. Pero acaba confesándole la verdad, al tiempo que le solicita el divorcio que el barón le niega. La narración no tiene el final feliz que algún lector podría esperar.
La obra más celebrada de Lawrence no es, a mi juicio, su mejor obra aunque sea la más convencionalmente escandalosa. Prefiero alguna de sus novelas anteriores, entre ellas “Hijos y amantes”, de 1913, “El arco iris”, de 1915, también prohibida por obscena nada más aparecer, y “Mujeres enamoradas”, de 1920. Destaca en Lawrence su capacidad en el retrato psicológico de personajes, su apuesta por un tipo nuevo de mujer, incluyendo tintes lésbicos, y su ruptura de conceptos que estaban en ebullición ya en su tiempo aunque eran tabú, como la castidad, el matrimonio y la fidelidad. El sexo en la obra de Lawrence es una consecuencia de su crítica social y una apuesta por la realidad más allá de la apariencia. El sexo como condicionante más o menos epidérmico o profundo del ser humano, animal al fin.
Una faceta del trabajo literario de Lawrence a la que no se ha prestado la atención que merece es la poesía. Acabo de leer un texto muy interesante de W. H. Auden sobre la obra poética de Lawrence incluido en su libro “El arte de leer”, de 2013, que recoge una conferencia pronunciada en Oxford en 1957. Toda la sabiduría de Auden, el gran poeta anglo-norteamericano muerto en 1973, se despliega en este estudio sobre una poesía que admira pero confiesa no compartir “porque contraviene mi concepto de lo que la poesía debe ser”. Coincido con la valoración y el juicio. El resto de la obra literaria de Lawrence comprende cuentos, libros de viajes y ensayos críticos y filosóficos, además de un epistolario publicado por Aldous Huxley en 1932. Pero, pese a obra tan varia y destacada, D. H. Lawrence figura en la historia literaria por su tratamiento del erotismo como un tema abordado sin paños calientes. Frente a las hipocresías de su época.