Regreso de las
tierras manchegas de don Francisco de Quevedo. He visitado su Señorío de la
Torre de Juan Abad donde escribió y vivió sus últimos años, tiempo de achaques
y decepciones, en un caserón que se conserva, y he recorrido Villanueva de
los Infantes, en cuyo convento dominico murió el 8 de septiembre de 1645 en una
celda que sobrecoge a cualquier escritor. Está enterrado en la cripta de la iglesia
de San Andrés; sus restos se perdieron pero fueron localizados e identificados en
2007. Villanueva de los Infantes parece que es el “lugar de La Mancha de cuyo
nombre no quiero acordarme” del inicio del Quijote,
y allí pasó unos días Don Quijote y su escudero Sancho en la casa-palacio del Caballero
del Verde Gabán, don Diego de Miranda, que se conserva tal cual la conoció el
ingenioso hidalgo. Ese hospedaje y sus conversaciones con el Caballero y con su
hijo los recoge Cervantes en el capítulo XVI de la segunda parte del Quijote.
Quevedo nació en Madrid
en 1580 y residió algún tiempo en un barrio madrileño de solera literaria.
Vivió frente al convento de las Trinitarias Descalzas en la esquina de las
calles dedicadas actualmente al propio Quevedo y a Lope de Vega. En el convento
de las Trinitarias profesaron como
monjas Isabel, hija de Cervantes, y Marcela, hija de Lope que llegó a ser Priora. En la cripta conventual fue
enterrado Cervantes, que vivió en la calle León, esquina a la de Francos, y en
las calles Magdalena, Duque de Alba y Huertas. Cerca de su casa de la calle Magdalena estaba la del tipógrafo Cuesta, impresor del Quijote, y la del librero Robles, distribuidor de la inmortal obra.
Los restos de Cervantes
no han sido localizados en el convento de las Trinitarias ni los de Lope en la
cercana iglesia de San Sebastián. Acabaron probablemente en un osario común
tras la realización de obras en las criptas en las que fueron enterrados. Así
somos en España. Los restos de Shakespeare descansan en la iglesia de la
Santísima Trinidad de Stratford-upon-Avon, su pueblo natal y en el que murió,
bajo un digno monumento funerario y con el epitafio que él mismo redactó:
“Maldito el que remueva mis huesos”. Puso la venda antes de la herida.
Luis de Góngora,
enemigo literario de Quevedo que le ridiculizó en poemas memorables como en el
célebre soneto “Érase un hombre a una
nariz pegado”, vivió en la casa que habría de comprar Quevedo cuando
desahuciaron al poeta sevillano por no pagar el alquiler; Quevedo se vengó de
su enemigo ocupando su vivienda y el agraviado nunca perdonó lo que consideraba
una felonía. Lope vivió en la entonces calle de Francos, hoy calle de
Cervantes, en donde se conserva su casa. Las ironías del tiempo llevaron a que
Lope viviera en la calle que hoy lleva el nombre de Cervantes. Dos genios que
se trataron de manera desigual; mientras Cervantes elogió a Lope, éste zahirió
a su vecino. Cervantes llamó a Lope “monstruo de la naturaleza” por su amplísima
producción teatral, y Lope escribió que entre los poetas “ninguno tan malo como
Cervantes”, limitación poética que el propio Cervantes reconoció en aquellos
célebres versos de su Viaje del Parnaso:
“Yo que siempre me afano y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la
gracia que no quiso darme el cielo…”.
Calderón de la Barca,
acaso la cumbre del teatro barroco, vivió y murió en el número 61 de la calle
Mayor. Había nacido en 1600 y siendo capellán de Felipe IV, llamado “el rey
poeta”, recibió el hábito de la Orden de Santiago en 1637, como lo había
recibido Quevedo de Felipe III en 1616 y Velázquez habría de recibirlo, también
de Felipe IV, en 1659. El autor de “La vida es sueño” fue capellán real y el
rey le convirtió en dramaturgo oficial de la Corte. Su fama se acrecentó tras
la muerte de Lope. Resulta curioso, aunque explicable en la época, el afán de
literatos y artistas por adornarse con alguna Orden nobiliaria prestigiosa.
Lope fue recibido en la Orden de Malta en 1627, y con el hábito y la cruz de
Malta aparece en su retrato más conocido.
También vecino de aquel
barrio literario de un Madrid que no pasaba de los 20.000 habitantes, fue Juan
de Tassis, conde de Villamediana, Correo Mayor del Reino y Caballero de la
Orden de Santiago. Reñidor, fanfarrón, mujeriego, jugador, libertino, satírico
contra casi todo y casi todos, influyente en la Corte, azote de la moralidad de
la época, autor de obras dramáticas y de sonetos relevantes, Villamediana quedó
injustamente en un segundo plano literario en aquel Siglo de Oro fértil en
genios. Tras persecuciones y exilios, fue asesinado frente a su casa de la
calle Mayor el 21 de agosto de 1622. Había nacido en 1581, un año después que
Quevedo su enemigo literario, enemistad que se debió a la estrecha amistad del
conde con Góngora.
El crimen lo cometieron
dos ballesteros reales cuyos nombres se conocen y que no sufrieron ningún castigo; uno detuvo el carruaje en el que el
conde viajaba con su amigo el conde de Haro, mientras el otro a corta distancia
le atravesaba el corazón con una saeta. En los mentideros de la Corte nadie
dudó en atribuir la muerte de Villamediana a su fanfarronería respecto a sus
improbables amoríos con la reina Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV; de
existir no pasarían de escarceos.
Poco antes del suceso
Villamediana había aparecido en un baile regio con una capa recubierta de reales de oro,
precedido por un paje que llevaba el peligroso cartel “Mis amores son reales”.
Se rumoreaba en la Corte que el 8 de abril de 1622, unos meses antes de su
asesinato, mientras se representaba en Aranjuez su obra teatral “Las glorias de
Niquea”, con prólogo de Góngora, se atrevió a incendiar la tramoya del escenario
para poder así rescatar a la reina llevándola en sus brazos a palacio en una
acción supuestamente caballerosa en la que a juicio de más de uno, entre ellos
del rey, se demoró demasiado en el corto recorrido entre el Jardín en el que se
montó el teatro y las estancias palaciegas. Es conocido que Felipe IV ante un
elogio de la reina a lo bien que picaba el conde un toro en la Plaza Mayor de
Madrid, comentó: “Pica bien, pero pica muy alto”. En otra ocasión, al sentir la reina que alguien le tapaba los ojos con
las manos desde detrás, imprudente o ingenuamente exclamó: “Estaos quieto,
conde´”. Y era el rey, que contestó: “¿Me llamáis conde?”. Y a Isabel sólo se
le ocurrió aclarar: “¿No sois acaso conde de Barcelona?”. Esos equívocos se
entenderían en la alegre Corte de París, de la que la joven reina sentiría nostalgia,
pero no se entendían en la adusta Corte de los Austrias.
Villamediana era un
coleccionista de enemigos: maridos burlados, padres agraviados, amantes
despechadas, adversarios políticos, el poderoso Olivares y el propio rey.
Cualquiera podía haber procurado el asesinato. En su muerte no pocos poetas le elogiaron y alguno
se arriesgó a apuntar directamente al responsable del crimen. Antonio Hurtado
de Mendoza, hombre hábil que consiguió ser amigo de personajes que se
detestaban entre sí como Góngora, Quevedo, Lope, Villamediana o Juan Pérez de
Montalbán, retrató así al conde: “Tal fama llegó a alcanzar / en toda la Corte
entera, / que no hubo dentro ni fuera / grande que le contrastara, / mujer que
no le adorara, / hombre que no le temiera”. Y Góngora se preguntó: “-Mentidero
de Madrid, / decidnos: ¿Quién mató al
conde? / No se sabe ni se esconde. / Sin discurso discurrid. / -Dicen que le
mató el Cid / por ser el conde Lozano. / ¡Disparate chabacano! / La verdad del
caso ha sido / Que el matador fue Bellido / Y el impulsor soberano”.
En la humilde celda del
convento de Villanueva de los Infantes en la que murió Quevedo, ante el sillón en el que se sentaba en su
caserón de la Torre de Juan Abad, o contemplando su tintero de cerámica
talaverana, pensé en aquel Madrid en el que en los mesones de sólo media docena
de calles era posible compartir el vino de los genios. En este poema recuerdo a
don Francisco de Quevedo, hombre reñidor tan temido por su pluma como por su
espada.
DON FRANCISCO DE QUEVEDO RECIBE UN DESAFÍO
DON FRANCISCO DE QUEVEDO RECIBE UN DESAFÍO
Anoche fui de vinos, recorrí los tugurios
de una ciudad perdida para siempre en
los sueños,
y cumplí, entre las nieblas, fabulosos
empeños,
lejos de realidades y sensatos augurios.
En el rincón más sórdido de una ignorada
venta
encontré a don Francisco de Quevedo.
Escribía
a la luz temblorosa de una vela, y bebía
jarra tras jarra, tantas que he perdido
la cuenta.
Un soldado, borracho, le espetó un
desafío,
y, uniendo falta y gesto, desenvainó la
espada.
Don Francisco, en silencio, sostuvo su
mirada,
manteniendo la calma frente a aquel
desvarío.
Luego dejó caer hasta el suelo la capa:
sobre su pecho el rojo de la cruz de
Santiago.
Miró la espada cerca, gustó de un largo
trago,
midió del torvo tipo calandrajo y
gualdrapa.
El soldado, de pronto, recobró sus
cabales:
un santiaguista era demasiado enemigo
La oscura sala, espesa, era mudo
testigo.
El acero, aún desnudo, brillaba en los
cristales.
Sirvió vino el ventero, embridado el
resuello,
alguien cantó, y al fondo desgarró una
guitarra.
Se olvidó el desafío, se desbocó la farra,
Quevedo alzó la capa otra vez a su
cuello.
Fuese manso el soldado, que fue tan
altanero,
sin conocer quién era tan frío
caballero.
(De “Espejismos” (Antología), 2005)