A
menudo me he preguntado qué imán atrae al
creador literario hacia un determinado espacio desde el que, como un
observatorio, alza su visión del mundo que no otra cosa es un libro. Ese rincón
es su pequeño mundo, su isla, y el
escritor, su único habitante, el Robinson Crusoe que va dotándose de lo
necesario para que subsista y crezca su creación.
A
veces el encuentro de ese lugar ideal se produce tardíamente y el escritor
llega a él con su obra ya madura, pero en
buena medida ese nuevo espacio, ese hallazgo, se reflejará ya en su
producción. En otros casos el descubrimiento es precoz y toda su creación, ese
árbol que crece y puede suponer el reconocimiento literario, se desarrolla en
la magia de ese paisaje personal que el escritor ha reconocido y ha hecho suyo
para siempre.
Pienso
en Goethe, llamado a Weimar por el duque Carlos-Gustavo en 1775 y convertido en
su consejero principal. Goethe cambia a menudo sus galas cortesanas y, vestido
sencillamente, se retira a una casa de
las afueras y se afana en la redacción de una de las lúcidas revisiones de su
“Fausto”. Había logrado crear un espacio íntimo fuera del bullicio palaciego y
también alejado de su rígido gabinete de consejero ducal. Su pequeño mundo era sólo rasgado desde su condición de dramaturgo
y de poeta que, a veces, iba en carro con actores y actrices del palacio
Belvedere al bosque de Etterburg donde, bajo las estrellas y entre los árboles
iluminados, representaba obras clásicas o propias. La “carreta de Tespis” era
al tiempo el carro del Estado.
Un
siglo después, en 1890, construye Stevenson una casa cerca de Apia, en Somoa.
Fue el lugar elegido por el autor de “La isla del tesoro” para urdir sus
últimas obras. Los indígenas conocían aquella casa con el nombre de Vailíma -la
de los cinco ríos-. El escritor, ya en su pequeño mundo, ocupa su tiempo en la
creación literaria y en animadas conversaciones con el rey Kalakaua. Mientras ellos
hablan hasta la madrugada, el séquito real interpreta melodías autóctonas a la
luz de antorchas.
A
principios del siglo XX, Constantino Kavafis, el mejor poeta griego moderno, vuelve
a Alejandría, la ciudad en que nació. Busca una casa tranquila y espaciosa, y la
encuentra en el segundo piso del número 10 de la rue Lepsius, hoy Sharm el-Sheikh, calle estrecha ganada por la
melancolía, donde escribió su obra que nunca publicaría en libro, aunque sí una
mínima parte de ella en folletos y hojas sueltas que distribuía entre amigos.
En aquella casa viviría Kavafis hasta su muerte en 1933.
La casa está en un antiguo
barrio griego de Alejandría, cerca del hospital donde murió el poeta, con la
iglesia patriarcal de Aghios Savas en la esquina y un prostíbulo en la planta baja. Kavafis se preguntó:
“¿Dónde iba a vivir mejor”. “En el piso de abajo está la casa de citas, donde
se pueden satisfacer las necesidades de la carne; allá, la iglesia, para que se
nos perdonen nuestros pecados; más abajo el hospital, donde morimos”. He visitado aquella casa en la que Kavafis forjó
su pequeño mundo, hoy conservada con mimo; allí el tiempo parece detenido.
Perviven sus muebles, sus grabados, sus libros, sus objetos. Al visitante le
emociona sobre todo que entre sus paredes se respira el mundo de Kavafis, su
aliento poético.
En
1912 Pío Baroja adquiere Itzea, un viejo caserón en Vera de Bidasoa, buscando
un lugar para pasar los veranos y escribir tranquilo, sin visitas y sin
agobios. Con los años sus estancias en Itzea van alargándose. El caserón,
alzado junto a un riachuelo, tiene un alzado noble, con blasones en sus
fachadas y sillares añejos. Allí construye Baroja su pequeño mundo, atesora sus
libros, sus objetos, sus manuscritos del siglo XIX, sus grabados antiguos. Su
sobrino Pio Caro Baroja me invitó a almorzar en un comedor salvado de otra
época; en las paredes grabados de las guerras carlistas, fotografías dedicadas
de los amigos del escritor -recuerdo una fotografía de Azorín joven-, y muebles
clásicos entre ellos algún sillón frailuno. Los libros, no pocos con anotaciones
de Baroja, llenaban estanterías del suelo al techo en pasillos, habitaciones y
salones.
En
1916 Kafka acepta el ofrecimiento de su hermana Ottla y se traslada a la casita
de una sola habitación en el callejón de los Alquimistas, sobre el Hradschin,
con entrada por uno de los arcos de la muralla del castillo que domina Praga.
El escritor está en pleno proceso creador -en 1915 había aparecido “La
metamorfosis” y en 1916 publica “La condena”- y establece allí su reducto
literario. En aquella habitación diminuta, rodeado de sus objetos y de sus
papeles, escribe buena parte de su obra. Cuando visité la casa por primera vez me
sorprendió que no se hubiese conservado recuerdo alguno de Kafka y que,
probablemente por urgencias y demandas turísticas, el que fue pequeño mundo del
escritor se hubiese convertido en mera expendeduría de sus obras.
Hemingway
adquiere la finca La Vigía en 1941 con las ganancias que le produce la
adaptación cinematográfica de “Por quién doblan las campanas”; ya venía
residiendo allí como alquilado cuando dejó la habitación del Hotel Ambos
Mundos, en La Habana Vieja, su residencia desde los años treinta, en donde
había comenzado a escribir su gran novela de la guerra civil española. Una
habitación de hotel, impersonal, no podía contener el pequeño mundo de
Hemingway. Hoy se conserva la habitación como atracción turística con fotos y
algún objeto trasladado desde la finca, y La Vigía es el Museo Ernest
Hemingway.
En
esa extensa propiedad cercana a La Habana, en la aldea de San Francisco de
Paula, vivió el escritor los últimos veintidós años de su vida y urdió obras
fundamentales como “El viejo y el mar”, inspirándose en Gregorio Fuentes, que
nació en Lanzarote y llegó a Cuba de niño, al que Hemingway encargó patronear
su barco “Pilar” para las jornadas de pesca desde Cojímar en la Corriente del Golfo.
Cuando visité La Vigía aún vivía Fuentes, muerto con 104 años en 2002, y
contaba jugosas anécdotas sobre el escritor. El “Pilar”, que Hemingway dejó a
Fuentes en su testamento, fue donado por éste al Estado Cubano y permanece
varado en el jardín de la finca, frente a la casa principal, conservado con
mimo.
El
pequeño mundo de Hemingway en La Vigía se mantiene como si él fuese a regresar
en cualquier momento. Recorriendo la casa se entiende mejor al hombre que la
habitó. Sus bebidas, sus carteles de toros, sus trofeos de caza, sus
fotografías, sus plumas, sus fetiches, sus ropas, sus zapatos... Y, claro, sus
libros; hasta nueve mil. En un buceo rápido se comprueba que la biblioteca del
escritor responde a una curiosidad desordenada: tratados sobre electricidad,
motores náuticos y de aviación, manuales de artillería, libros taurinos…y
Balzac, Mark Twain y Cervantes. Nada de Faulkner ni de literatura
norteamericana. García Márquez tras escudriñar las estanterías proclamó su sorpresa:
“Qué biblioteca más rara tenía este hombre”. Sobre la mesa su máquina de
escribir, la mítica “Royal” de la que salieron tantas páginas y, ya en la finca,
numerosos cuentos, “Al otro lado del río y entre los árboles”, y los artículos
que “Life” le pagaba a dólar la palabra.
Seguir
la estela de los escritores en sus pequeños mundos resultaría interminable. Los
ejemplos dados son representativos pero sólo responden a mis gustos literarios.
Podría tratarse con amplitud sobre la relación entre los escritores y los
lugares donde preferentemente crearon su obra literaria y eligieron remansar
sus vidas. Voltaire en el castillo de Ferney, en la frontera franco-suiza;
Sommerset Maugham en Villa Mauresque, en la Riviera francesa; Neruda en Isla Negra, en El Quisco, frente al Pacífico chileno; Aleixandre en su
hotelito de la calle madrileña de Velintonia; Pla en su casona, Mas Pla, de Llofriu, en el Ampurdán... Y tantos más. Ese pequeño mundo del
escritor se hace universo gracias a los lectores en esa misteriosa complicidad
de la lectura.