A menudo he descubierto que no es del todo veraz aquel pensamiento de Jean Cocteau, un
genio enrevesado, de que “la juventud sabe lo que no quiere antes de saber lo
que quiere”, y por ello suelo prestar singular atención a los jóvenes que saben lo que
quieren y lo persiguen. Hace poco escribí sobre Gonzalo Manglano, un novelista
que he seguido con atención y mimo desde sus primeras páginas, y hoy me detengo en Borja
Castellano, otro novelista joven que no debemos considerar una promesa sino una
realidad.
Pronto
hará un año -fue el 19 de octubre de 2012- presentó su primera novela, “La vida
epifita”, en la más que centenaria Asociación de Escritores y Artistas
Españoles. Los presentadores de aquella botadura literaria fuimos Carmen
Posadas y yo. Borja Castellano cumplirá dentro de poco treinta y cuatro años y
llega a la literatura con muchas lecturas bien asimiladas, vivencias en tierras
diversas, entusiasmo y dedicación. El pecado de los jóvenes talentos literarios
suele ser la dispersión, encender muchas lucecitas pero no seguir la luz. No es
el caso de Borja. Conoce su camino. Trabaja en lo que cree porque cree en lo que trabaja.
“La
vida epifita” me atrajo por su madurez, rara en una primera novela, por la
pulcritud de su lenguaje, trabajado y elegante, y por su dominio de la tensión
narrativa. Se lee de un tirón. El título, a primera lectura en cierto modo chocante,
nos lleva a una versión humana de las plantas
epifitas, a quien necesita el apoyo de otro sin parasitismo. La novela narra
una historia en la que se entrecruzan amor, intriga, sentimientos de culpa y de
liberación, en una gradación formal muy lograda y en cuyos mimbres se incluyen
guiños culturales y literarios y apuestas por lo bello que sin duda responden
a las preferencias, al equipaje vital del autor.
Sobre
el conjunto estructural de la trama permanece el peso de un secreto que alimenta y
da sentido tanto a lo que nítidamente ocurre y se explica como a lo que queda a la interpretación del
lector. La lectura, y acaso más de una novela, es una complicidad entre autor
y lector. Ponemos aspecto, figura y rostro a los personajes que, en cierto
modo, creamos junto a quien alienta su existencia literaria.
Hay
poesía en esta novela. Poesía en la medida y mimo de las palabras, en las
cadencias de las frases, en el ajuste de lo que se dice al cómo se dice. Si el
poema es condensación y desnudez de las palabras de modo que no sobren ni
falten para alzar la idea, aquí hay poesía. Y también hay una magnífica aportación,
que me atrevería a considerar cercana a la dramaturgia, en la oportunidad y tratamiento de los
diálogos, tan difíciles en una novela, que se ajustan como un puzle y en los que
no sobra una palabra ni aparece la reiteración ni, por ello, el cansancio. Los diálogos
están encajados en la trama sin escoplo, como caricias.
“La
vida epifita” es una novela excelentemente escrita que, siendo muy actual, se
libra de ciertas lacras que suelen engatusar a nuestros jóvenes novelistas. No
es zafia en ninguna de sus situaciones, no se deja llevar por la vulgaridad al
uso, y huye del “canon”. Tiene vuelo propio y sigue sin fisuras una fórmula
personal. Borja Castellano no se deja llevar por la moda y ello supone un innegable
acierto. Pierre Cardin me dijo hace muchos años en París que “moda es lo que
pasa de moda”. Y esa frase, sin duda cínica en boca de un modisto, no podría aplicarse
a parte de nuestra actual literatura; está maniatada por la moda sin asimilar que la moda pasa. A Galdós o a Valera, por poner dos ejemplos, no le ocupó ni les preocupó la moda. Fueron ellos mismos. Y permanecen. A menudo, lo he escrito más de una vez y lo hice al tratar la obra de Gonzalo Manglano, nuestra literatura actual, como el lago Ness, es más celebrada por sus
monstruos que por sus bellezas.
Los
personajes de “La vida epifita” están bien definidos, no son de cartón piedra. El
Conde, Cecilia y Feliciano Azcona, los tres personajes básicos que soportan el
peso de la narración, están “vivos” y así lo percibe el lector. Es una historia
de amor no declarado, una historia limpia, de cercanías, generosidad y entrega.
Y todo en la referencia a un daño en el pasado, a un remordimiento que nace en la conciencia del propio doliente y que
le atará de por vida. La tensión positiva en la relación de atenciones, de
misterio y de cultura que retiene a Cecilia hacia un futuro deseado y al tiempo
temido. No es un amor consumado, ni pasional, ni admite escenas escabrosas de
las que tantas padecemos en la literatura de nuestros jóvenes Y, siendo
romántica, no es una novela “blanda”, pecado en el que suelen caer
las novelas que nos llegan con el marchamo de románticas. Refleja un amor de altura, de sentimiento, de
renuncia, y al fondo o alrededor el talismán de la ética y su reflejo en esa
relación del sentimiento por encima del interés, del fraude o de la apariencia.
Hace
ya muchos años Manuel Alcántara en una nota a mi libro “Crónica” definió mi
poesía como el resultado de cierta “aventura
de la sangre”. Borja Castellano, que es él mismo y en “La vida epifita” evidencia
su originalidad, lleva la sangre de María Campo Alange,
escritora, fundadora del Seminario de Estudios de la Mujer, pionera del
feminismo intelectual en España, anterior a la francesa Simone de Beauvoir, que fue vicepresidenta del Ateneo de Madrid y colaboradora
de D’Ors, de Ortega y de Marañón. Podríamos hablar de nuestro joven escritor
como un eslabón de esa “aventura de la sangre”.
En
“La vida epifita” alienta un novelista con su propia forma de entender la
narrativa, que huye de las modas al uso e inicia un camino que auguro fértil.
Entre tanta falsificación literaria, Borja Castellano supone la autenticidad
del aire fresco.