sábado, 19 de octubre de 2013

Umbral: años de sueños ¿y eclipse?

Conocí  a Francisco Umbral cuando no había publicado ningún libro. Eran años de sueños.  Su nombre real era Francisco Pérez Martínez, que cambió porque no le parecía literario; como hizo José Martínez Ruíz cuando se transformó en Azorín. Era un fingidor que ahormaba su personalidad literaria de cara a la galería; en esto hay antecedentes preclaros, el último de ellos Camilo José Cela. A menudo Umbral se fingió a sí mismo y envolvió en sombras intencionadamente, literariamente, sus años de infancia y juventud. Contó lo que quiso guardándose lo que le apeteció. Lo mismo hizo Galdós. El título del más estimable libro de recuerdos galdosianos es significativo: “Memorias de un desmemoriado”; hace años preparé una edición de este libro para Visor y me divertí no poco escudriñando entre sus luces y sus sombras.
 
Umbral es uno de los casos de vocación literaria más arrebatadores que me ha sido dado vivir. Cuando nos conocimos él residía en Madrid, recién llegado de Valladolid, como corresponsal para todo del veterano diario “El Norte de Castilla” que dirigía en la capital del Pisuerga el ya reconocido Miguel Delibes. Paco no se entretenía en el seguimiento de la actualidad y surtía a su periódico con reportajes sobre el famoseo capitalino, entrevistas de tronío y crónicas y artículos literarios en los que ya se derramaba la brillantez y originalidad que años más tarde sus lectores celebrarían en los grandes medios. Paco no sabía conducir y no siempre podía permitirse un taxi. Yo le trasladaba muchas veces a hacer sus entrevistas y reportajes, y era testigo de ellos,  en mi primer seiscientos de segunda o tercera mano que él llamaba “el auto” a la manera vallisoletana. Entonces sus piezas periodísticas pasaban inadvertidas, perdidas en un diario de provincias.
 

A Paco y a mí nos protegía en aquel tiempo de balbuceos José García Nieto, como un samaritano benefactor. Nos llevó a “Mundo Hispánico” y a “Poesía Española”; a él como redactor fijo y a mí como colaborador. “Mira, Juan, me dijo Pepe como disculpándose por la preferencia, Paco está casado y tú vives en casa de tu madre, te va bien con las colaboraciones, estudias, y lo necesitas menos”. La explicación no era necesaria, pero la agradecí. Paco me llevaba doce años, aunque su coquetería le hacía ya entonces quitarse tres años, ya que no nació en 1935, como proclaman las solapas de sus libros, sino en 1932. Paco era más coqueto que dandi, aunque en sus fingimientos  literarios muestra un dandismo decadente buscado hasta el detalle.
 
Paco es un enorme escritor, maestro de la metáfora, con un lenguaje original y una prosa como hecha a caricias. Otros cincelan su prosa, él la mima. Le hubiese gustado despuntar como poeta, y con tal intención comenzó su andadura literaria, pero su aventura le llevó a la prosa, magnífica, al relato breve, a la novela, al ensayo. Pero era un gran conocedor de la poesía española contemporánea. En su narrativa, como fingidor que era, nos engañó a todos inventándose un personaje principal, que era él mismo. Novelas como “Mortal y rosa”, de 1975, y  “Leyenda del César Visionario”, de 1992, tan distintas, dan su calibre como escritor.
 
Tengo muchas horas vividas junto a Paco Umbral. Hubo un tiempo en que desayunábamos, comíamos y cenábamos juntos casi cada día. Mientras quienes podían  sesteaban, acudíamos a la tertulia del Gijón que presidía con una cierta solemnidad silente Gerardo Diego, y avanzada la tarde éramos fijos en esas conferencias que das tú o te las dan; luego en Oliver o en Bocaccio hasta la madrugada para escuchar las ocurrencias de Carlos Oroza, que iba por la vida de poeta maldito, y acaso lo era, o de Sandra, una señorita ya algo ajada, que proclamaba su condición de puta  y puede que lo fuese. Aquellos años fueron algo locos; los vivimos intensamente y sin mirar atrás. Pasamos juntos de las tascas a “Jockey” y de la jarra de vino peleón al Vega Sicilia, aunque al principio practicábamos la ley seca. Frecuentábamos los museos, las librerías  y los apartamentos que acogían a universitarias foráneas del curso de literatura para extranjeros de Carlos Bousoño. Aquello respiraba un aire irreal, opulento y barroco como una película de Visconti.
 
Cuando Madrid, las tareas, la vida... nos distanciaron en el espacio, manteníamos encuentros inolvidables. Comíamos de vez en cuando; nos buscábamos cuando queríamos salir del círculo de las “compañías convenientes”. Lo cuenta en “Diario político y sentimental”, de 1999, un memorial original e inteligente escrito en 1997 y 1998. Comimos juntos el mismo día que recibió el Premio Nacional de las Letras Españolas. Escribe: “He almorzado, por huir un poco de todo esto, con Juanito Van-Halen, que es uno de mis viejos amigos que más quiero en esta vida (aunque él se conserva joven, tenemos recuerdos comunes e incesantes)”. Paco es uno de esos personajes que la vida te ofrece y que no necesitan el éxito profesional ni el brillo social para alzar la certidumbre de que su trato ha supuesto un regalo.
 
Paco Umbral murió sin entrar en la Real Academia Española. Cela, Delibes y Areilza presentaron su candidatura en 1990 y fue derrotada. ¿Quiénes llegan hoy a la Academia para cubrir las vacantes de quienes tanto hemos admirado? ¿Alguien ve nombres indiscutibles en esas nuevas incorporaciones? ¿Llega a la Academia el  tsunami de la mediocridad ambiente? ¿Alguien podía en 1990 discutir las credenciales de Umbral? ¿Y después? Tiempo hubo, pues murió en 2007. Paco quedó tocado, decepcionado, amargado. Y lo comprendo.
 
“España y yo somos así, señora” hace decir Eduardo Marquina al capitán Diego de Acuña en el segundo acto de “En Flandes se ha puesto el sol”. Altaneros, envidiosos, vengativos, capaces de saldar cuentas, ficticias o reales, utilizando cualquier munición, aunque sea la académica, los españoles seguimos siendo así. Se dijo que a Umbral le cerró el paso al sillón académico que en su novela “Leyenda del César Visionario” introdujese una crítica mordaz a Laín Entralgo y que mientras Laín viviese Paco no entraría en la Academia, pero Laín murió. Y entonces se dijo que Paco había criticado con impiedad a Lázaro Carreter y las puertas académicas siguieron cerradas. Nunca creí que la docta institución tuviese que constituirse en un grupo de amigos entre los que no se pudieran consentir fricciones o desacuerdos bajo peligro de veto. Hace un par de años, en la presentación de un libro mío, Gregorio Salvador, una de mis contadas admiraciones académicas, explicó  esa ausencia de Paco Umbral en la Academia. Pese a su buena voluntad no me convenció; no sé si convencería a alguno de los asistentes. Me quedo con aquella pesimista reflexión de Unamuno: “La envidia: ésta es la íntima gangrena del alma española”.
 
Hace seis años que se nos fue Paco, después de que la muerte le amenazara en alguna ocasión. Le ocurría como a César González Ruano, su hermano mayor en el artículismo literario: tenía una débil salud de hierro y, pese a los avisos, daba la impresión de que vencería una y otra vez a la muerte. Y me pregunto ¿está atravesando Paco Umbral, como escritor, un eclipse similar al que padece Azorín? ¿Se lee, se estudia, se valora a Paco como su enorme obra merecería? En medio de la desorientación literaria que sufrimos, con tanto escritor mediocre aupado por el canon y por la mercadotecnia editorial ¿consideramos en su dimensión magnífica la novela y el ensayo de uno de los más renovadores y originales  creadores de  nuestro tiempo? Yo no lo creo. No tenemos arreglo. “España y yo somos así, señora”.