Conocí a Francisco Umbral cuando no había publicado
ningún libro. Eran años de sueños. Su
nombre real era Francisco Pérez Martínez, que cambió porque no le parecía
literario; como hizo José Martínez Ruíz cuando se transformó en Azorín. Era un
fingidor que ahormaba su personalidad literaria de cara a la galería; en esto
hay antecedentes preclaros, el último de ellos Camilo José Cela. A menudo
Umbral se fingió a sí mismo y envolvió en sombras intencionadamente,
literariamente, sus años de infancia y juventud. Contó lo que quiso guardándose
lo que le apeteció. Lo mismo hizo Galdós. El título del más estimable libro de
recuerdos galdosianos es significativo: “Memorias de un desmemoriado”; hace años
preparé una edición de este libro para Visor y me divertí no poco escudriñando
entre sus luces y sus sombras.
Umbral es uno de los
casos de vocación literaria más arrebatadores que me ha sido dado vivir. Cuando
nos conocimos él residía en Madrid, recién llegado de Valladolid, como
corresponsal para todo del veterano diario “El Norte de Castilla” que dirigía
en la capital del Pisuerga el ya reconocido Miguel Delibes. Paco no se
entretenía en el seguimiento de la actualidad y surtía a su periódico con
reportajes sobre el famoseo capitalino, entrevistas de tronío y crónicas y
artículos literarios en los que ya se derramaba la brillantez y originalidad que
años más tarde sus lectores celebrarían en los grandes medios. Paco no sabía
conducir y no siempre podía permitirse un taxi. Yo le trasladaba muchas veces a
hacer sus entrevistas y reportajes, y era testigo de ellos, en mi primer seiscientos de segunda o tercera
mano que él llamaba “el auto” a la manera vallisoletana. Entonces sus piezas
periodísticas pasaban inadvertidas, perdidas en un diario de provincias.
A Paco y a mí nos
protegía en aquel tiempo de balbuceos José García Nieto, como un samaritano
benefactor. Nos llevó a “Mundo Hispánico” y a “Poesía Española”; a él como
redactor fijo y a mí como colaborador. “Mira, Juan, me dijo Pepe como
disculpándose por la preferencia, Paco está casado y tú vives en casa de tu
madre, te va bien con las colaboraciones, estudias, y lo necesitas menos”. La
explicación no era necesaria, pero la agradecí. Paco me llevaba doce años,
aunque su coquetería le hacía ya entonces quitarse tres años, ya que no nació
en 1935, como proclaman las solapas de sus libros, sino en 1932. Paco era más
coqueto que dandi, aunque en sus fingimientos literarios muestra un dandismo decadente
buscado hasta el detalle.
Paco es un enorme
escritor, maestro de la metáfora, con un lenguaje original y una prosa como
hecha a caricias. Otros cincelan su prosa, él la mima. Le hubiese gustado
despuntar como poeta, y con tal intención comenzó su andadura literaria, pero
su aventura le llevó a la prosa, magnífica, al relato breve, a la novela, al
ensayo. Pero era un gran conocedor de la poesía española contemporánea. En su
narrativa, como fingidor que era, nos engañó a todos inventándose un personaje
principal, que era él mismo. Novelas como “Mortal y rosa”, de 1975, y “Leyenda del César Visionario”, de 1992,
tan distintas, dan su calibre como escritor.
Tengo muchas
horas vividas junto a Paco Umbral. Hubo un tiempo en que desayunábamos,
comíamos y cenábamos juntos casi cada día. Mientras quienes podían sesteaban, acudíamos a la tertulia del Gijón que
presidía con una cierta solemnidad silente Gerardo Diego, y avanzada la tarde
éramos fijos en esas conferencias que das tú o te las dan; luego en Oliver o en
Bocaccio hasta la madrugada para escuchar las ocurrencias de Carlos Oroza, que
iba por la vida de poeta maldito, y acaso lo era, o de Sandra, una señorita ya
algo ajada, que proclamaba su condición de puta
y puede que lo fuese. Aquellos años fueron algo locos; los vivimos
intensamente y sin mirar atrás. Pasamos juntos de las tascas a “Jockey” y de la
jarra de vino peleón al Vega Sicilia, aunque al principio practicábamos la ley
seca. Frecuentábamos los museos, las librerías y los apartamentos que acogían a universitarias
foráneas del curso de literatura para extranjeros de Carlos Bousoño. Aquello respiraba
un aire irreal, opulento y barroco como una película de Visconti.
Cuando Madrid,
las tareas, la vida... nos distanciaron en el espacio, manteníamos encuentros
inolvidables. Comíamos de vez en cuando; nos buscábamos cuando queríamos salir
del círculo de las “compañías convenientes”. Lo cuenta en “Diario político y
sentimental”, de 1999, un memorial original e inteligente escrito en 1997 y
1998. Comimos juntos el mismo día que recibió el Premio Nacional de las Letras
Españolas. Escribe: “He almorzado, por huir un poco de todo esto, con Juanito
Van-Halen, que es uno de mis viejos amigos que más quiero en esta vida (aunque
él se conserva joven, tenemos recuerdos comunes e incesantes)”. Paco es uno de
esos personajes que la vida te ofrece y que no necesitan el éxito profesional
ni el brillo social para alzar la certidumbre de que su trato ha supuesto un
regalo.
Paco
Umbral murió sin entrar en la Real Academia Española. Cela, Delibes y Areilza
presentaron su candidatura en 1990 y fue derrotada. ¿Quiénes llegan hoy a la
Academia para cubrir las vacantes de quienes tanto hemos admirado? ¿Alguien ve
nombres indiscutibles en esas nuevas incorporaciones? ¿Llega a la Academia
el tsunami de la mediocridad ambiente?
¿Alguien podía en 1990 discutir las credenciales de Umbral? ¿Y después? Tiempo
hubo, pues murió en 2007. Paco quedó tocado, decepcionado, amargado. Y lo
comprendo.
“España
y yo somos así, señora” hace decir Eduardo Marquina al capitán Diego de Acuña
en el segundo acto de “En Flandes se ha puesto el sol”. Altaneros, envidiosos,
vengativos, capaces de saldar cuentas, ficticias o reales, utilizando cualquier
munición, aunque sea la académica, los españoles seguimos siendo así. Se dijo
que a Umbral le cerró el paso al sillón académico que en su novela “Leyenda del
César Visionario” introdujese una crítica mordaz a Laín Entralgo y que mientras
Laín viviese Paco no entraría en la Academia, pero Laín murió. Y entonces se
dijo que Paco había criticado con impiedad a Lázaro Carreter y las puertas
académicas siguieron cerradas. Nunca creí que la docta institución tuviese que
constituirse en un grupo de amigos entre los que no se pudieran consentir fricciones
o desacuerdos bajo peligro de veto. Hace un par de años, en la presentación de
un libro mío, Gregorio Salvador, una de mis contadas admiraciones académicas,
explicó esa ausencia de Paco Umbral en
la Academia. Pese a su buena voluntad no me convenció; no sé si convencería a
alguno de los asistentes. Me quedo con aquella pesimista reflexión de Unamuno:
“La envidia: ésta es la íntima gangrena del alma española”.
Hace
seis años que se nos fue Paco, después de que la muerte le amenazara en alguna
ocasión. Le ocurría como a César González Ruano, su hermano mayor en el
artículismo literario: tenía una débil salud de hierro y, pese a los avisos,
daba la impresión de que vencería una y otra vez a la muerte. Y me pregunto
¿está atravesando Paco Umbral, como escritor, un eclipse similar al que padece
Azorín? ¿Se lee, se estudia, se valora a Paco como su enorme obra merecería? En
medio de la desorientación literaria que sufrimos, con tanto escritor mediocre
aupado por el canon y por la mercadotecnia editorial ¿consideramos en su
dimensión magnífica la novela y el ensayo de uno de los más renovadores y
originales creadores de nuestro tiempo? Yo no lo creo. No tenemos
arreglo. “España y yo somos así, señora”.