Me tengo por un buen catador de
creadores. Desde la madurez que, ay, me otorga la mera cronología, los veo llegar y pocas veces me equivoco
cuando apuesto por alguno de ellos. No puedo asegurar cuánto tardarán en
conseguir el fin que se proponen, ni siquiera es infalible afirmar que lleguen
a conseguirlo porque la consecución de una meta tiene no poco que ver con
factores ajenos a la valía, pero sí me atrevo a valorar el equipaje que llevan en su camino.
Es el caso de Gonzalo Manglano de Garay
al que no me gusta considerar promesa. No se trata de una adivinación de su
trabajo futuro sino de una afirmación de su camino ya recorrido. Ha publicado
ensayo literario, relatos, y es un excepcional fabulador además de un hombre sumergido
en la cultura desde una consideración activa, de animación, de presencia en las
más plurales manifestaciones. Siempre está maquinando algo nuevo, siempre nos
sorprende con su imaginación desbordante. Además, y acaso debería haber
empezado por ahí, es un novelista original, pulcro en el artificio narrativo,
sabio muñidor del idioma, minucioso en el adjetivo, resolutivo en las situaciones
de la trama, de lenguaje onírico y poético. Ha escrito varias novelas y ha
publicado “Crónicas de humo” (Alfama, 2008) en cuyo acto de presentación tuve
la fortuna de intervenir.
Cuando leí esta primera novela publicada
me sorprendió su rara madurez. Probablemente Manglano había escrito antes otras
obras narrativas que mantenía inéditas y, desde luego, había asimilado muchas y
bien elegidas lecturas. La trama se alza sobre una doble realidad, sobre un
juego de espejos muy a lo Pessoa: “vivir es ser otro”. La peripecia de Alphonse
Masqué convertido en pintor celebrado, en artista de moda, le lleva a jugar el papel que las
circunstancias le han otorgado, lo que no significa que asumirlo le complazca
hasta constituirse en su yo. Se sabe, se teme, un impostor. Y el conflicto
entre la identidad y su reflejo se convierte en su lucha.
En las páginas de “Crónicas de humo” hay
mucho de lo que Donald Kuspit denunció en su libro “El fin del arte”, de 2004,
título que toma prestado de Hegel. Manglano está familiarizado con los
materiales sobre los que actúa; conoce París, ciudad en la que vivió, y no le
es ajeno el controvertido mundo del arte y sus laberintos. Kuspit sostiene que el
arte se ha degradado tanto porque el creador se ha convertido él mismo en una
obra en venta. Lo que con cinismo anunció Warhol en 1975: “El arte de los
negocios es el paso siguiente al arte”, y ya había anticipado Gauguin: “Una
época terrible se avecina [...] para la nueva generación: el reinado del
dinero”. En ese mundo de apariencias y manipulaciones se mueve el protagonista
de la novela de Manglano. Masqué intenta recuperarse a sí mismo, pero ya ha
agotado el tiempo.
La novela de Manglano retrata un
universo social, de una cierta sociedad francesa, plena de realismo, con sus
pugnas, sus extravagancias, sus falsificaciones, desde la posibilidad de
elección y los límites de esa libertad, hasta el conflicto individuo-entorno. La
pregunta latente es ¿quién es Masqué? Y Masqué está ahí. Es la búsqueda de la recreación de un
pasado que ya no es desde un presente que tampoco es. En definitiva, la memoria
no es otra cosa que el olvido aderezado por el tiempo y por quién lucha por
recrearlo. La vida siempre es ese confundidor Callejón de Gato lleno de espejos
que nos reflejan pero que también nos deforman. Nunca somos nosotros mismos tal
como quisiéramos ser.
La trama urdida por Manglano le permite
adentrarse en las relaciones humanas, a veces inhumanas, en una realidad que se
reafirma y al tiempo se niega a sí misma, en el atractivo contexto del mundo del
artista que es su obra pero también es el mercado, que es él pero también es lo
que de él se espera y lo que de él se ha hecho, se ha forjado. ¿Denuncia? Sí,
pero sobre todo mosaico social. Trascendencia. No pasa el autor de puntillas
por el paisaje que crea, sino que lo siembra de ideas, de interrogaciones, de
respuestas. Por ello al principio de estas líneas afirmaba la rara madurez que
se descubre en esta opera prima. Los
personajes no son de cartón piedra; viven.
Masqué, el eje de la maquinaria narrativa, Cristine o Guy Etienne. En la proustiana
búsqueda inútil del tiempo perdido. Se nombran y se difuminan situaciones de
una gran fuerza narrativa que llevan al lector en volandas, como en pinceladas
goyescas, de la primera a la última página, de modo que la complicidad de la
lectura se hace camino fértil y arrollador.
El juego del tiempo es uno de los
hallazgos de la novela. El tiempo fugitivo que a veces explica y a veces confunde
pero que siempre está ahí con sentido, y que es el humo de estas crónicas. La
muerte, la vida, las contradicciones, el esfuerzo por el encuentro de lo que ya
nunca regresa.
La primea vez que leí “Crónicas de humo”
recordé “El escritor”, de Azorín. Es una
novela singular. En cada reflexión, en cada acontecer, está biográficamente,
anímicamente, Azorín, su autor. Azorín es al tiempo Antonio Quiroga, el
escritor maduro, y Luis Dávila, el escritor principiante. La relación entre
ambos es la novela. Hay mucho de Manglano en esta su primera novela publicada.
Ha elegido la peripecia de Masqué en un universo de arte, de su realidad y de
su manipulación, pero el autor podría haberse sentido igualmente cómodo si el
universo narrativo se hubiese desarrollado en una editorial o en una tertulia
literaria; en un contexto de escritores.
La prosa de “Crónicas de humo” es bella,
pulcra, como de buena sastrería. Desgraciadamente a menudo vivimos -padecemos- una literatura del “prèt â porter” y de “la
arruga es bella”. El traje del estilo de Manglano es a la medida y sin una
arruga. Con un ritmo musical, poético, en el que la metáfora cumple su papel, y
el sonido viene a ser un componente de la propia trama. Forma y fondo construyen
una sinfonía que da cuerpo, sentido y alma a lo que se nos cuenta, con
originalidad, con personalidad. De ahí
que la prosa nos atrape, y juegue desde esa musicalidad en paralelo a la
tensión narrativa.
Espero mucho de Gonzalo Manglano de
Garay, y deseo que persevere contra el “canon” que cerca a menudo a los creadores,
contra la mercadería que en su novela padece el arte pero que ensombrece también a la buena literatura. Como el lago
Ness, la literatura a veces es más conocida por sus monstruos, nacidos de
la mercadotecnia, que por sus bellezas.