jueves, 5 de septiembre de 2013

Dionisio Ridruejo: Ética, Literatura y Política

Acabo de leer la edición crítica y definitiva de “Cuadernos de Rusia. Diario 1941-1942”, de Dionisio Ridruejo, a cargo del historiador Xosé M. Núñez Seixas. Podría pensarse que es el diario de campaña de un soldado de la llamada División Azul, los voluntarios españoles que lucharon junto a las tropas de Hitler en la Rusia de Stalin, pero si busca un texto esencialmente político o militar el lector quedará decepcionado. Lo capital en este libro es su aliento literario, su estilo rico en matices, la capacidad de observación de su autor, su condición de mosaico emocional salpimentado de muestras líricas estimables.


Ridruejo se despide de su juventud en una Rusia devastada, junto a campesinos que sufren la ocupación, soldados que mueren, y paisajes que le recuerdan a sus horizontes sorianos. Lejos aquella edición póstuma de finales de los setenta, esta edición  aparece cuando Ridruejo ocupa ya, por el paso del tiempo, sin vacilaciones, el lugar que le corresponde  en la historia tanto intelectual como política de la España del siglo XX.

El 12 de octubre pasado se cumplieron cien años del nacimiento de Dionisio Ridruejo en El Burgo de Osma, villa soriana en la que también vinieron al mundo, entre otros personajes, el prohombre de la Primera República y varias veces ministro Manuel Ruíz Zorrilla,  el dirigente sindicalista Marcelino Camacho y el presidente de Castilla y León, ministro y presidente del Senado Juan José Lucas.

Dionisio Ridruejo es un poeta pulcro, elegante, de latido clásico, perteneciente a la llamada generación del 36 o primera generación poética de la posguerra, que además cultivó el memorialismo y el ensayo geográfico, y del que se han publicado epistolarios. Desde edad temprana asumió militancia política y responsabilidades directivas en la propaganda de la España bélica del bando nacional,  iniciando  una trayectoria vital de compromiso que desembocó en la ruptura con el régimen, en la denuncia activa de la dictadura y  en el padecimiento de la cárcel, el destierro y el exilio. Murió el  29 de junio de 1975, cinco meses antes que Franco, con quien había colaborado en su día lealmente como político, soldado y escritor y a quien luego combatió con su acción, su palabra y su pluma sin descanso ni renuncia. No llegó a vivir la democracia por la que se esforzó. 

Toda la vida de Ridruejo fue un ejemplo de ética; su evolución le llegó a caballo de las circunstancias que le tocó vivir y por coherencia. En contra de lo hecho por no pocos, abandonó el barco del régimen no como las ratas sino con la travesía viento en popa y un más que probable futuro político brillante: en 1942 a su regreso del frente ruso. Ya entonces expuso con dureza a Franco, entre tantas miserias políticas, que ejercía “una especie de revanchismo deportivo, dando a la honrosa tarea del Poder una categoría de pago de gratificaciones” y le denunció que “el régimen se hunde como empresa aunque se sostenga como tinglado”. Deportado a Ronda, allí escribió en 1942 y 1943 sus “Cuadernos de Rusia”. Lo que comenzó siendo una ruptura formal, y sin duda utópica, porque consideraba al franquismo alejado de la ortodoxia joseantoniana en la que había creído en su primera juventud (en 1935 fue uno de los autores del himno falangista "Cara al sol"), desembocó en una abierta apuesta por la solución democrática uniéndose a la oposición real, convencido de que la democratización del régimen desde dentro no era posible.

Ridruejo fue encarcelado en 1956 como consecuencia de la protesta estudiantil del 9 de febrero que produjo un herido grave; en 1957 denunció la realidad política española en otro informe reservado a Franco, y más tarde fue nuevamente encarcelado bajo la acusación de fundar el grupo político “Acción Democrática”, enfrentándose a dos procesos; en los primeros sesenta ejerció la docencia en universidades norteamericanas, y en junio de 1962 acudió a la reunión del IV Congreso del Movimiento Europeo, celebrada en Munich y tildada en parte de la prensa española de “contubernio”, con asistencia de 118 representantes de la oposición interior y del exilio de todas las tendencias políticas excepto el PCE. Algunos de los asistentes del interior fueron deportados a su regreso a España, como mi también amigo Iñigo Cavero que, por cierto, políticamente no coincidía con Dionisio en casi nada salvo en desear una democracia para España, y Ridruejo decidió no volver y exiliarse en París hasta 1964. De vuelta a Madrid continuó su actividad opositora y en 1974 fundó un nuevo grupo político, la Unión Social Demócrata Española, reformista con tintes liberales y con aspiraciones socialdemócratas.

Traté a Dionisio Ridruejo desde finales de los sesenta. En solitario o con un pequeño grupo de amigos, algunos de los cuales ocuparían importantes responsabilidades públicas en la transición. Fueron frecuentes mis visitas a su casa de la calle de Ibiza y compartíamos mesa y mantel en aquellas tabernas clásicas que a él le encantaban; hablábamos tanto de política como de literatura en interesantes y larguísimas sobremesas. Dediqué a aquellos encuentros el poema “Corcel del viento" en mi libro “Púrpura y ceniza”, de 1987.

Cuando murió Dionisio, en la recta final del franquismo, yo trabajaba en RTVE, a cuya plantilla pertenecía desde años antes, y recuerdo que me costó menos de lo que temí conseguir que se diera vía libre a un elogioso reportaje sobre el escritor y político en la entonces única televisión de España. La rica personalidad y la bonhomía de Ridruejo se visualizaron en la variopinta adscripción ideológica de los asistentes a su entierro, desde la izquierda más rebelde a la derecha más ortodoxa. El cardenal Vicente Enrique y Tarancón, una especie de bestia negra para un sector rampante del régimen (no era extraño el grito callejero "Tarancón al paredón"), publicó un texto conciliador sobre el fallecido en el semanario diocesano “Iglesia y Madrid”.

En la esquela periodística que se publicó con motivo de su muerte, bajo su  nombre sólo aparecía una palabra: “escritor”, que había sido su dedicación permanente, contra viento y marea, desde su mocedad. Su poesía, el principal género literario que cultivó, es clara, de serenidad formal, con utilización de estrofas clásicas y dominio absoluto del soneto. Es clásico su libro “Sonetos a la piedra”, de 1943. Se inició en la estela machadiana y destacan entre sus temas preferentes el amoroso, el compromiso religioso, el compromiso patriótico y la naturaleza; todos volcados al  intimismo.

En 1950 consiguió el Premio Nacional de Poesía con “En once años”, una recopilación  de sus primeros libros, y en 1953 el Premio “Mariano de Cavia” por su artículo “En los setenta años de José Ortega y Gasset”. Dionisio fue un escritor que transitó por la política, no al revés. Los mayores disgustos que recibió en su vida se debieron a su incansable compromiso con el cambio hacia la democracia en España, que no llegó a ver. Es un interesante, e inútil, ejercicio de adivinación aventurar qué papel hubiese jugado Ridruejo en la transición de haberla vivido.

La lectura (mejor decir la relectura pues ya gocé leyendo la edición de finales de los años setenta) de estos “Cuadernos de Rusia” ha alertado mis recuerdos de Dionisio Ridruejo, un hombre cabal, ético, culto, de trato exquisito y buen humor. Un lujo para quienes le tratamos.
 
"Corcel del viento"
                        
                           Dionisio Ridruejo, 1975
 
Guardaba tu palabra
la arista de la piedra,
la suavidad del olmo,
esa complicidad que da la certidumbre.
Aún están los manteles
puestos en algún sitio:
                                     aquellas mesas
en el rincón de la verdad.
                                          Subíamos
a las tabernas
como quien sube al monte, al aire puro.
Contigo aquellas tardes
amaban lo vedado, convocaban
ese arriesgado juego de escuchar sin fronteras,
el subyugante pálpito que la memoria
salva.
           Tiemblan
como palomas, jaras o cautivos
las palabras de entonces en los viejos papeles,
mas tu voz apagada ya es del aire,
y libre va, corcel del viento.
Libre.
                   
                      (De "Púrpura y ceniza", premio Rabindranath Tagore, 1987)