domingo, 22 de septiembre de 2013

Mallarmé, Borges, el libro y lo fugaz

A menudo pienso en aquello que Stéphane Mallarmé, genio hermético y poliédrico, confió a sus contertulios en una de las famosas  reuniones de su casa de la Rue de Rome: “Todo en el mundo existe para acabar convirtiéndose en un libro”.  Una especie de panteísmo libresco. El salón de Mallarmé había llegado a ser el faro de la vida intelectual parisina, y le escuchaban Rilke, Verlaine, Valery, Guide o Yeats, mientras Manet le pintaba un retrato y Debussy orquestaba su célebre poema L'après-midi d'un faune. ¿Debe salvarse de la fugacidad lo que un escritor urdió para morir en unas horas, como pueden ser un artículo de periódico o una conferencia? Todo lo que nos rodea, lo que observamos, sobre lo que reflexionamos, lo que escribimos ¿atesora la condición hipotética de convertirse en libro? Quevedo lo expresó sabiamente en su célebre soneto “A Roma sepultada en sus ruinas” cuando contrasta las viejas piedras arrasadas por el tiempo y un Tíber tan vivo, en su rotundo endecasílabo final: “Lo fugitivo permanece y dura”.


Avanzado el XIX Mallarmé renovó la poesía de su tiempo hasta el punto de abrirse a lo que sería la poesía del  nuestro. Sus admiraciones iniciales fueron, sobre cualesquiera otras, Baudelaire y Gautier, pero dio un paso de gigante desde el simbolismo, y al tiempo fue su cumbre y su superación. Introdujo el verso libre, manejó la tipografía y los espacios blancos al servicio del poema, y transitó un camino experimental ambicioso y eficaz en el que la musicalidad, a veces la oscuridad del poema encerrado en sí mismo, van más allá de las palabras en un vocabulario nada común que mueve sensaciones. “No quiero reflejar una situación sino el efecto que produce”, escribió. Hay que buscar la intención, no la palabra, desde un impresionismo desbordante. Su obra es corta pero fundamental. Paul Verlaine le incluyó en su libro “Los poetas malditos”.

He seguido la máxima de Mallarme y he salvado no pocas prosas de la prisa de los periódicos y luego del universo de los blogs, de modo que lo fugitivo, lo fugaz, ha permanecido convertido en libro. Desde joven he tenido la fortuna de encontrar editores que creyeron en mí y que expusieron sus dineros en la siempre aventurada edición de mis libros, incluidos los que agrupaban textos dispersos que nacieron como barquitos con vocación de naufragio. Ya en 1976 publiqué "Entre el infierno y el paraíso" (crónicas viajeras) y "Geografía para vagabundos" (artículos y prosas de viaje). En 1980 vio la luz "Crónicas facciosas e inconvenientes" (reflexiones al paso de la actualidad),  y en 1982 "Galería de espejos rotos", una compilación de observaciones en forma de diario, con prólogo  de Enrique Tierno Galván y segunda edición en 1983. La última experiencia ha sido el conjunto de crónicas que titulé “La sonrisa de Robespierre”, de 2011, prologado por Gabriel Albiac y con segunda edición el mismo año. Antes de finalizar 2013 aparecerá “La caja china”, una continuación del libro anterior.

En la senda de Mallarmé, he considerado que todo, o casi todo, existe en el mundo para acabar convirtiéndose en un libro y he rescatado lo fugaz. Al menos en los libros que consiguieron segundas ediciones parece que no erré; no sé en los otros, pero ahí están. No descarto que estas notas escritas bajo el paraguas de “Beneficio de inventario” sean libro alguna vez. Falta todavía mucho camino.

Borges, que no Mallarmé, escribió que todo está ya escrito, que el artista sólo toma ideas existentes para reformularlas de mil maneras, pero siempre renunciando a la originalidad. Según Borges los escritores repetimos lo que otros con mayor o menor fortuna, casi siempre con mayor, han escrito antes, a través de los esquivos senderos del tiempo. Los dos pensamientos, el de Mallarné y el Borges, tienen no poco que ver. A la reflexión borgeana dediqué un poema en mi libro “Los mapas interiores”, de 1998, obra que es un homenaje a Borges. La sucesión de cuartetos cerrada por un pareado (si tuviese sólo tres cuartetos y no seis el poema  sería un soneto anglosajón), era forma muy grata al maestro argentino. Este es el poema:

Todo fue escrito

 
El tiempo escribió ya lo que ahora escribo
y, pródigo, donó lo hoy revelado.
En griego y en latín fue descifrado
aquello que juzgamos más esquivo.
En la remota edad de los poetas
ya fueron desveladas las preguntas
que hacemos todavía, las presuntas
sorpresas, sus señales inconcretas.
Todo fue escrito: el mundo y este verso,
el amor y su incógnita aventura,
la muerte que nos lleva, la atadura
del corazón que rige el universo.
El libro es un espejo que refiere
un sinfín de leyendas ya contadas,
un inconstante manantial de nadas,
una inestable realidad que muere
y nace en el revés del calendario.
Escribo, sin embargo. Escribo y lucho
contra el tiempo, y un eco que no escucho
reconoce lo escrito innecesario.
Lo que trenzo ya tuvo su porfía
otra vez. No sé quién, con otro nombre,
en su efímero turno de ser hombre
bautizó esta sorpresa ajena y mía.
Qué incierto el golpear de la memoria,
sumando historias para hacer la Historia.

                                          (De “Los mapas interiores”, 1998.
                                           Premio Rafael Alberti)