Es
canónico considerar que Borges es en sí mismo toda una literatura. Mi fervor
por él nació en la adolescencia y perseguí escuchar su palabra durante años.
Cuando viajé a Buenos Aires él no estaba allí y nuestros dos encuentros se
celebraron en Madrid. El primero en una recepción a escritores en el Palacio de
la Zarzuela cuando recibió el Premio Cervantes, y el segundo en una comida a
cuatro en un restaurante típico, ya desaparecido, del barrio de las Letras, a
la espalda del Hotel Palace.
Al
llegar a Madrid para recibir el Cervantes produjo Borges una de sus tantas
ocurrencias; fue galardonado ex aequo
con Gerardo Diego, y preguntó “¿En qué quedamos? ¿Gerardo o Diego?”. Borges
conocía al poeta español desde el inicio de los años veinte, habían coincidido
en el parto del ultraísmo, en revistas como “Grecia” o “Ultra” y la bonaerense “Nosotros”,
apadrinada por el propio Borges, en un movimiento literario bajo la inspiración
de Rafael Cansinos Assens, una de las admiraciones sostenidas por Borges
durante toda su vida.
La
chocante pregunta sobre Gerardo Diego era una de las sonadas ocurrencias del escritor
argentino, como aquella de considerar a la imprenta “uno de los peores males
del hombre, ya que tiende a multiplicar textos innecesarios”, o aquella otra: “Nada
puedo opinar sobre Antonio Machado, el hermano de Manuel; no sabía que Manuel
tenía un hermano que escribía”. Su ingenio era pura exageración, pero en estos
tiempos en los que el ingenio brilla por su ausencia y habría que defenderlo
como otros defienden la vida de las focas, se echa de menos.
Borges
hablaba como siempre había supuesto que hablaría y urdía las mismas palabras
que adiviné desde su lejanía; comentaba sobre Lugones y sobre Quevedo, y porfiaba
sobre el perplejo menester de los poetas. Ya sabemos que la literatura para él “no es otra cosa que un sueño dirigido”.
El escritor argentino daba la impresión de sobrevivir entre los laberintos de
una mitología privada y no sentirse Borges. Escribió: “Ya la avanzada edad me
ha enseñado la resignación de ser Borges". Su ceguera -ese lento atardecer de
verano- parece abrirle al interlocutor casi físicamente: aferra la mano de
quien le habla, le mide con sus dedos mientras parece verlo desde sus ojos de
niebla. “Hace tiempo que mis contemporáneos son los griegos”, dijo, y volcó un tanto
su cuerpo sobre el retorcido bastón.
Algunos
de los grandes creadores que he tratado a lo largo de mi vida, que en este menester de conocer a célebres
escritores ha sido generosa, se
mostraron bien diferentes a la imagen previa con la que llegué a ellos. Borges
no. Cuando conocí a Borges era cabalmente como había imaginado. Reprochaba al
idioma, al mundo y se reprochaba a sí mismo la irreprochable materia de olvidos
y contradicciones que ha construido su obra desde cierta haraganería. Me
pareció que ejercía una fustigadora autozalamería disculpable. Confieso que muy pocas veces he tenido la
sensación de estar hablando con un clásico, de compartir mesa y mantel con un
irrepetible. Con Borges me ocurrió.
No
son pocos los poemas que he dedicado al
escritor argentino. Reproduzco dos. El primero, “No encuentro a Borges en
Buenos Aires”, incluido en mi libro “Los mapas interiores”, de 1998, que es una
obra de homenaje al escritor, y el segundo “La biblioteca de Borges en su casa
de la calle Maipú”, de mi libro “Escribo tu nombre”, de 2013, sobre el asombro que me causó que nuestro
escritor hubiese elegido sólo un centenar de libros para acompañarle. Le
bastaban a un hombre que había dicho “Uno llega a ser grande por lo que lee, no
por lo que escribe”.
aquel anglosajón contradictorio,
huérfano de cien patrias,
que huyó del tango y de la luz.
Un día
bautizó Buenos Aires,
atravesó las calles y los patios,
contempló un crimen,
adoró a los hexámetros y a Carlyle,
odió a Perón y a Rosas
y no fue Premio Nobel.
Lo recuerdo,
midiendo con sus manos mi fervor,
como un anciano ciego,
perseguidor de dudas y de mapas.
Su ciudad no le extraña ni le busca
y él, en alguna parte,
descifró el laberinto,
conversó con Stevenson,
reconoció su sangre en la añeja batalla.
Indago
su presencia en Buenos Aires,
bien
sé que inútilmente.
(De “Los
mapas interiores”, 1998.
Premio Rafael
Alberti)
“Con pocos pero doctos libros juntos”
Quevedo
Su
paraíso era una biblioteca
pero
en Maipú, al final, sólo mimabaun centenar de libros. Todo acaba
siendo un escombro que la vida trueca.
El
tiempo es como el hilo de una rueca:
toma
formas, se traba y se destraba.Borges: sus laberintos. Le cegaba
la luz que se hizo sombras y embeleca.
Engañado
por tantas certidumbres,
con
las ficciones hechas realidadesy pocos pero doctos libros juntos,
habló
en Maipú, sin luz, con sus difuntos,
dudó
de la existencia de verdades,sembró cenizas sobre tantas lumbres.
(De “Escribo
tu nombre”, 2013)