sábado, 26 de octubre de 2013

Manuel Alcántara: magisterio y anécdota

Manuel Alcántara nació en 1928 y vive sus laboriosos 85 años frente al mar, en su casa del malagueño Rincón de la Victoria. En Madrid es mi vecino, pero cada vez se aleja menos de su rincón costero. Ha publicado más de 18.000 artículos, algunos de ellos recogidos en libros, una decena de poemarios, varias antologías, y es machadianamente “en el mejor sentido de la palabra, bueno”. En un reciente viaje leí sus artículos diarios en periódicos provinciales del grupo Vocento; se publican en la última página lo que hace que suela empezarse a leer el periódico por el final. Es penoso que sus miradas magistrales sobre la actualidad no aparezcan en ABC, la cabecera principal de Vocento. Los lectores nos lo perdemos.

Como articulista literario, Alcántara no sólo es el decano del género sino, además, uno de sus grandes cultivadores, a mi juicio el primero, en la línea de Pemán y de González-Ruano, por poner dos ejemplos. Atesora un senequismo cálido y cercano y una observación aguda y llena de sorpresas. Ha conseguido los máximos galardones del articulismo, entre ellos el “Luca de Tena”, el “Mariano de Cavia”, el “José María Pemán” y el “González Ruano”. A veces en literatura cumplir años y cuajar  es acercarse al olvido, no al revés; éste no es el caso. Comienza su poema “Biografia”, en su primer libro “Manera de silencio”, de 1955, con un endecasílabo definitivo: “Lo mejor del recuerdo es el olvido…”.


Málaga, ciudad y provincia de su nacimiento, y su Andalucía, le han distinguido repetidamente. En 1979 fue nombrado Hijo Predilecto de la ciudad de Málaga; en 1993 y en 1999 se crearon Premios de Poesía y de Periodismo con su nombre; en 1999 fue  nombrado Hijo Predilecto de la Provincia de Málaga, y en 2001 recibió la Medalla de Oro de Andalucía.

Alcántara es un poeta sin estridencias, un poeta de culto que no está en las pasarelas de la moda porque nunca le preocupó estar o no a la última ni ser canónico. Le basta con ser él. En esto, como en tantas otras cosas, me siento muy cercano. La primera vez que compartí una copa con Manolo, que así le gusta que le llamen los amigos, fue en  1962, en el “José Luis” frente al Bernabéu; consumimos una de sus bebidas blancas. Acababa de publicar “Ciudad de entonces” por el que recibió el Premio Nacional de Poesía. Me dio esos consejos que los escritores veteranos (y él lo era a mis ojos pese a tener entonces 34 años) regalan a los principiantes y que los agraciados rara vez siguen, aupados en una seguridad gratuita e inexplicable. Un año después publiqué yo mi primer libro, “Lejana palabra”, del que no me arrepiento y acaso debería hacerlo, y Manolo escribió sobre él algún elogio concediéndome indulgencia plenaria.  

Muchos años después, en 1985, conseguí uno de los premios convocados por el Instituto Hispano-Árabe de Cultura del Ministerio de Asuntos Exteriores, el “Ibn Jafaya”; Alcántara ganó el otro premio, que era como el hermano mayor del mío, el “Ibn Zaydun”. Para mí la alegría de esta coincidencia fue superior a la de lograr el premio.

El lenguaje de la poesía de Manolo Alcántara es sencillo, comprensible, o sea que su complejidad está convertida en cotidianidad; en literatura a menudo lo sencillo es lo más difícil de construir. Es una poesía intimista, de sentimiento interior, sin eludir la mirada alrededor en lo que tiene de reflejo o espejo de nuestro yo. Desde su primer libro el poeta prestó singular atención al soneto; en casi todas sus entregas figura lo que en más de una ocasión he considerado el “gótico de la poesía”. También cultiva la canción desde esa magia malagueña siempre presente. En “El Embarcadero”, de 1958, su “Canción 4” comienza con el hallazgo: “Cuando termine la muerte, / si dicen a levantarse, / a mí que no me despierten”.

En la historia de la poesía de Manolo hay una anécdota que creo debe pasar a esta colección de textos que se anuncia: “Poemas, fragmentos de memorias y notas de lecturas”. No creo que haya muchas anécdotas parecidas en la poesía española; se hizo pasar un soneto magnifico por un soneto cojo.

A mediados de los años cincuenta el poeta colaboraba en “La Hora”, periódico subtitulado “Semanario de los estudiantes españoles” que editaba la Jefatura Nacional del S.E.U. (Sindicato Español Universitario), organización obligatoria de los universitarios durante buena parte del franquismo. Alcántara envió para su publicación el “Soneto para pedir por los hombres de España”. Un soneto impecable. Apareció censurado de una manera abrupta, por el tosco procedimiento de suprimir en la imprenta uno de sus endecasílabos, de modo que el soneto se publicó con trece versos en lugar de los catorce preceptivos. El soneto completo, que se incluye en el libro “El Embarcadero”, es:

Los que le dan al mar la arboladura
de sus sueños, su brújula viajera.
Los que cuentan las cruces de madera
mientras cavan su lenta sepultura.

Los que aprietan el hambre a la cintura
y en el ruedo pequeño de la era
lidian una pobreza de bandera,
más brava cada día y más oscura.

Gentes de la ciudad y del camino,
paciencia y barajar. España es grande.
Yo pido con los brazos bien abiertos

por el pan, por la lluvia, por el vino,
porque el toro de Iberia se desmande,
porque se encuentren cómodos los muertos.

El endecasílabo que desapareció de “La Hora” es el penúltimo. Que se “desmandara” el toro de Iberia por lo visto no era aceptable para la época. Ese deseo de una España desmandada para que “se encuentren cómodos los muertos”, los muertos de la guerra, implicaba que esos muertos no estaban cómodos en una España mansa y silenciada; que ni unos ni otros habían muerto para eso. El intimismo de la poesía de Manolo había salido al exterior. La decisión de censurar el soneto la tomó por su cuenta el entonces director del semanario de cuyo nombre no quiero acordarme. La anécdota es reveladora y aquí queda.