Como
Enrique Gracia y yo somos dos seres educados, y para algunos incluso encantadores,
no discutimos nunca. Nuestra amistad se mide por decenios, varios, y nos ocurre
como a esos matrimonios británicos de las novelas de Christie que, acaso por una flema amasada en siglos de
historia, han decidido hablar de asuntos
coincidentes y no previsiblemente divergentes y así sus uniones duran. Parece más que probable que
habría algunos asuntos periféricos y poco importantes, como la política por ejemplo,
en los que encontraríamos distancias (aunque no tantas como los simplistas y
maniqueos esperarían), pero en temas fundamentales en nuestras vidas como la
literatura, y sobre todo la poesía, estamos comúnmente de acuerdo.
Conocí
a Enrique cuando era director de un afamado Club de Tenis, creo que el Chamartín,
y entonces comenzó mi descubrimiento de un hombre cabal, imaginativo, irónico, polifacético,
inteligente y culto (estas dos últimas cualidades no siempre van unidas) que,
además, era ya entonces un estimable poeta. Desde hace años coincidimos en la
Junta Directiva de la más que centenaria Asociación de Escritores y Artistas
Españoles. Es un madrileño de 1950 pero su ubicación y raíz geográficas, tanto
como su definición vital, no son fáciles al molde o al cliché. Hay
universalidad en sus versos, en sus principios, en su percepción del mundo que
le rodea. Puede que esa universalidad, junto a un lenguaje poético propio y un
tratamiento temático directo, a veces ácido pero nunca vulgar, sean los
ingredientes sobre los que se condimentó y se condimenta mi admiración por el
poeta.