El cofre de nuestro pasado se abre a menudo cuando meditamos sobre el pasado de los demás. He sentido vivo mi pasado al meditar sobre mi amigo Juan Torres Grueso, muerto hace más de cuarenta años, hombre machadianamente bueno, honesto y consecuente, además de estimable escritor. Es uno de esos creadores que se han quedado por el camino del reconocimiento que merecían y, en definitiva, de la fama literaria. No hace mucho en su ciudad natal, Tomelloso, aparecieron en un volumen sus prosas completas; antes se había publicado su poesía total. Son dos saludables noticias sobre la recuperación de un escritor al que debemos rescatar del olvido.
Releía sus textos recopilados e inevitablemente se me aparecían Montaigne,
Nuestro escritor se
hizo a sí mismo, desembocó en la literatura desde un laborioso y fructífero
proceso de curiosidad intelectual que azuzaba en paralelo a sus menesteres como
labrador e industrial. Leía todo libro que caía en sus manos, desperezaba su
afán de saber, y esta complicidad con las páginas escritas por otros habría de
conducirle a la creación literaria. Lo que en el prólogo de su libro “Ahora que
estoy aquí” Cela considera, admirándolos, “mínimos temas cotidianos” eran el
reflejo de la vida y de la contemplación diaria del poeta; quien no sabe ver lo
que le rodea no verá nunca más allá. Y para abrir sus horizontes Torres Grueso
viajó, cruzó de parte a parte el corazón abierto de La Mancha y recorrió otros
caminos lejanos y enriquecedores gracias a una beca de estudios de la Fundación
March. Y esas vivencias se plasmaron en versos hondos y en miles de prosas
sembradas en los periódicos.
Me presentó al poeta mi
entrañable José García Nieto que, como había hecho antes con Torres Grueso, me
animó a publicar mi primer libro, aquel poemario de los 19 años del que no
quiero arrepentirme aunque acaso debería. García Nieto tenía buen ojo y por
ello consideró que la obra del poeta tomellosero merecía ser conocida. Aquel
aserto del sabio “Refranero” de que “el buen paño en el arca se vende” no siempre
es cierto.
Escribir sobre este creador
de tan amplios resortes me devuelve unos años ilusionados en los que devanaba
la madeja de mi dedicación literaria. Años en los que viajé con frecuencia a La Mancha de Ciudad Real y
traté a un haz de escritores de aquella tierra. En Madrid coincidía cada tarde
en la tertulia del Gran Café de Gijón, que presidía Gerardo Diego desde una
cierta solemnidad silenciosa, con dos tomelloseros de tronío literario,
Francisco García Pavón y Eladio Cabañero, entrañables y cercanos. Ellos dos y
Félix Grande formaban una especie de embajada cultural de Tomelloso en Madrid.
Y con ellos, como amigo que nunca fallaba,
nuestro escritor. Montaigne dejó escrito en uno de sus ensayos: “La virtud
necesita un hombre pero la amistad necesita dos”.
En su libro de prosas se
ofrece al lector un conjunto de textos publicados a lo largo de treinta años.
Es sabido que un poeta suele ser un buen prosista cuando se pone a ello, y tal
circunstancia no se da en igual medida cuando el prosista decide escribir
versos. Acabo de leer la obra poética completa de Paul Auster, celebrado novelista,
y su lectura ha apuntalado esta idea. Él opina que es lo mejor que ha escrito
pero se juzga con larga benevolencia. Torres Grueso, estimable poeta de buenas
maneras y hondo sentimiento, se derrama en la prosa con naturalidad,
autenticidad y buen tino.
A veces un escritor que
admiramos como creador nos decepciona como persona, como ser humano. Su vida
puede estar llena de errores, de zonas oscuras, no ser nada admirable, y su
literatura, sin embargo, movernos la emoción, sobrecogernos. El propio
Cervantes, nada menos, fue un pobre ejemplar humano compatible con su enormidad
literaria. No ocurre eso con Torres Grueso, hombre bueno y honesto, además de
escritor de valía. Su trato era afable y su vida transparente, además fue servidor
de unos ideales que nunca olvidó. Su condición de hombre consecuente le trajo algunos
problemas.
Resulta oportuno contar
un suceso que le produjo alguna indeseable consecuencia. En 1969 falleció en la
ciudad suiza de Lausana Victoria Eugenia de Battenberg viuda de Alfonso XIII. Acudí a su entierro como enviado
de mi periódico. En el cementerio me encontré con Torres Grueso, que nunca ocultó
su sentir monárquico. En 1965 había dedicado su libro “Ahora que estoy aquí” a Juan
de Borbón y a su esposa, condes de Barcelona. En 1969 Torres Grueso era alcalde
de Tomelloso y su proclamado monarquismo no resultaba políticamente correcto. A aquella tumba de Lausana
nuestro escritor llevó un saquito de tierra de La Mancha. Supe por él
que había pedido licencia al gobernador civil de la provincia para hacer el viaje
y que le fue denegada. Estaba en el entierro sin permiso oficial. También
escribió Montaigne que “el cobarde sólo amenaza cuando está a salvo”. Las
amenazas de la cobardía, por muy empingorotada que esté, no amedrentaban a un
hombre como Torres Grueso.
Poco después de nuestro
encuentro en Lausana alguien me comentó que aquel viaje podía costar un
disgusto a nuestro escritor en su condición de alcalde. Se lo trasladé; él ya
lo sabía. A su desobediencia había que sumar algunos otros desencuentros con aquel
gobernador civil, de cuyo nombre no quiero acordarme, que tenían que ver con
otra virtud humana de Torres Grueso: la honestidad. Poco después cesó como
alcalde tras una relevante gestión. En una época en la que los alcaldes duraban
muchas veces decenios, Torres Grueso dejó la Alcaldía a dos años de su
nombramiento. Tuve entonces pocas dudas sobre los motivos de aquel cese, que
luego confirmé. Las pequeñas venganzas de los mediocres no son monedas de escasa
circulación.
Sirva esta página como muestra
de mi admiración por Juan Torres Grueso, escritor tenaz y valioso. No
consiguió la fama literaria que gozan muchos con menos mérito. Me satisface
recordarlo tantos años después de su muerte. Apuesto por el respeto a los
creadores que tuvieron como destino la falta de reconocimiento general y a
menudo el olvido.