lunes, 3 de agosto de 2015

Juan Torres Grueso, hombre cabal y escritor recuperado




El cofre de nuestro pasado se abre a menudo cuando meditamos sobre el pasado de los demás. He sentido vivo mi pasado al meditar sobre mi amigo Juan Torres Grueso,  muerto hace más de cuarenta años, hombre machadianamente bueno, honesto y consecuente, además de estimable escritor. Es uno de esos creadores que se han quedado por el camino del reconocimiento que merecían y, en definitiva, de la fama literaria.  No hace mucho en su ciudad natal, Tomelloso, aparecieron en un volumen sus prosas completas; antes se había publicado su poesía total. Son dos saludables noticias sobre la recuperación de un escritor al que debemos rescatar del olvido. 


Releía sus textos recopilados e inevitablemente se me aparecían Montaigne, La Rochefoucauld y Pascal. La obra de estos grandes se apuntala en reflexiones y pensamientos. Sus prosas, meditaciones y juicios sobre su tiempo, los siglos XVI y XVII, que en el caso de Montaigne ya nos presentó nuestro Quevedo en el Siglo de Oro, nos llegan frescos, vivísimos, a los lectores del siglo XXI. En Montaigne se aprecia el poso de un orden sereno; a sus textos los llamó ensayos; acababa de crear un género literario. En La Rochefoucauld no se adivina otro orden que el del propio momento del fogonazo. Una sucesión de fogonazos es en buena medida la prosa de Torres Grueso. En él tanto como en los autores citados los pensamientos sobre su tiempo son, al cabo, meditaciones sobre sí mismos y sobre sus propias experiencias de la vida.
Nuestro escritor se hizo a sí mismo, desembocó en la literatura desde un laborioso y fructífero proceso de curiosidad intelectual que azuzaba en paralelo a sus menesteres como labrador e industrial. Leía todo libro que caía en sus manos, desperezaba su afán de saber, y esta complicidad con las páginas escritas por otros habría de conducirle a la creación literaria. Lo que en el prólogo de su libro “Ahora que estoy aquí” Cela considera, admirándolos, “mínimos temas cotidianos” eran el reflejo de la vida y de la contemplación diaria del poeta; quien no sabe ver lo que le rodea no verá nunca más allá. Y para abrir sus horizontes Torres Grueso viajó, cruzó de parte a parte el corazón abierto de La Mancha y recorrió otros caminos lejanos y enriquecedores gracias a una beca de estudios de la Fundación March. Y esas vivencias se plasmaron en versos hondos y en miles de prosas sembradas en los periódicos.
Me presentó al poeta mi entrañable José García Nieto que, como había hecho antes con Torres Grueso, me animó a publicar mi primer libro, aquel poemario de los 19 años del que no quiero arrepentirme aunque acaso debería. García Nieto tenía buen ojo y por ello consideró que la obra del poeta tomellosero merecía ser conocida. Aquel aserto del sabio “Refranero” de que “el buen paño en el arca se vende” no siempre es cierto.
Escribir sobre este creador de tan amplios resortes me devuelve unos años ilusionados en los que devanaba la madeja de mi dedicación literaria. Años en los que viajé con frecuencia a La Mancha de Ciudad Real y traté a un haz de escritores de aquella tierra. En Madrid coincidía cada tarde en la tertulia del Gran Café de Gijón, que presidía Gerardo Diego desde una cierta solemnidad silenciosa, con dos tomelloseros de tronío literario, Francisco García Pavón y Eladio Cabañero, entrañables y cercanos. Ellos dos y Félix Grande formaban una especie de embajada cultural de Tomelloso en Madrid. Y  con ellos, como amigo que nunca fallaba, nuestro escritor. Montaigne dejó escrito en uno de sus ensayos: “La virtud necesita un hombre pero la amistad necesita dos”.
En su libro de prosas se ofrece al lector un conjunto de textos publicados a lo largo de treinta años. Es sabido que un poeta suele ser un buen prosista cuando se pone a ello, y tal circunstancia no se da en igual medida cuando el prosista decide escribir versos. Acabo de leer la obra poética completa de Paul Auster, celebrado novelista, y su lectura ha apuntalado esta idea. Él opina que es lo mejor que ha escrito pero se juzga con larga benevolencia. Torres Grueso, estimable poeta de buenas maneras y hondo sentimiento, se derrama en la prosa con naturalidad, autenticidad y buen tino.
A veces un escritor que admiramos como creador nos decepciona como persona, como ser humano. Su vida puede estar llena de errores, de zonas oscuras, no ser nada admirable, y su literatura, sin embargo, movernos la emoción, sobrecogernos. El propio Cervantes, nada menos, fue un pobre ejemplar humano compatible con su enormidad literaria. No ocurre eso con Torres Grueso, hombre bueno y honesto, además de escritor de valía. Su trato era afable y su vida transparente, además fue servidor de unos ideales que nunca olvidó. Su condición de hombre consecuente le trajo algunos problemas.
Resulta oportuno contar un suceso que le produjo alguna indeseable consecuencia. En 1969 falleció en la ciudad suiza de Lausana Victoria Eugenia de Battenberg viuda  de Alfonso XIII. Acudí a su entierro como enviado de mi periódico. En el cementerio me encontré con Torres Grueso, que nunca ocultó su sentir monárquico. En 1965 había dedicado su libro “Ahora que estoy aquí” a Juan de Borbón y a su esposa, condes de Barcelona. En 1969 Torres Grueso era alcalde de Tomelloso y su proclamado monarquismo no resultaba  políticamente correcto. A aquella tumba de Lausana nuestro escritor llevó un saquito de tierra de La Mancha. Supe por él que había pedido licencia al gobernador civil de la provincia para hacer el viaje y que le fue denegada. Estaba en el entierro sin permiso oficial. También escribió Montaigne que “el cobarde sólo amenaza cuando está a salvo”. Las amenazas de la cobardía, por muy empingorotada que esté, no amedrentaban a un hombre como Torres Grueso.
Poco después de nuestro encuentro en Lausana alguien me comentó que aquel viaje podía costar un disgusto a nuestro escritor en su condición de alcalde. Se lo trasladé; él ya lo sabía. A su desobediencia había que sumar algunos otros desencuentros con aquel gobernador civil, de cuyo nombre no quiero acordarme, que tenían que ver con otra virtud humana de Torres Grueso: la honestidad. Poco después cesó como alcalde tras una relevante gestión. En una época en la que los alcaldes duraban muchas veces decenios, Torres Grueso dejó la Alcaldía a dos años de su nombramiento. Tuve entonces pocas dudas sobre los motivos de aquel cese, que luego confirmé. Las pequeñas venganzas de los mediocres no son monedas de escasa circulación.
Sirva esta página como muestra de mi admiración por Juan Torres Grueso, escritor tenaz y valioso. No consiguió la fama literaria que gozan muchos con menos mérito. Me satisface recordarlo tantos años después de su muerte. Apuesto por el respeto a los creadores que tuvieron como destino la falta de reconocimiento general y a menudo el olvido.