domingo, 30 de agosto de 2015

César González Ruano, del dandismo a la canalla


En el catálogo de escritores singulares que van apareciendo en el blog no podía faltar César González Ruano al que conocí y traté. Cuando murió en diciembre de 1965 yo tenía veintiún años y escribía una columna junto a la suya en el semanario económico “Desarrollo”; ni él ni por supuesto yo sabíamos nada de economía pero eso para él era lo de menos y para mí, en su estela, tampoco suponía un obstáculo. Escribí su necrológica en aquel semanario: “Para César todo era economía”. González Ruano era entonces el articulista más reconocido de España. Producía tres o cuatro artículos diarios, consumía tres o cuatro cafés cada mañana, no paraba de fumar, y a la manera de los periodistas de principios de siglo llenaba las cuartillas sobre una mesa de café pidiendo recado de escribir;  primero lo hizo en el Gijón y luego en el cercano Teide, hoy desaparecido. Me recibía en su casa de Rios Rosas 54, donde era vecino de Camilo José Cela y del pintor Manuel Viola, o le visitaba yo en el Teide (no llegué a tiempo de su etapa del Gijón). De aquella época de mis ilusiones juveniles conservo una foto dedicada, numerosas dedicatorias en sus libros y el manuscrito de un artículo suyo, por cierto con falta de ortografía; aquel día tendría prisa. En una entrada de su “Diario íntimo” recoge uno de estos encuentros.



Sus primeros pasos literarios fueron como poeta en los años veinte, desde un simbolismo arrasado llegó al ultraísmo; luego su poesía evolucionaria a un modernismo tardío con tintes de Baudelaire y ecos de la bohemia de Carrere, aunque nunca fue considerado poeta entre los poetas, ni novelista entre los novelistas, ni dramaturgo entre los autores dramáticos. Sus biografías fueron entonces lo más elogiado de su obra literaria. Biografió a Baudelaire, a Zola, a Oscar Wilde, a Mata Hari… De unas horas con Unamuno en el Café Novelty de la Plaza Mayor de Salamanca se trajo a Madrid una biografía del Rector que ha sido reeditada varias veces. Escribía una biografía en una semana y una novela en un mes. Apenas corregía porque lo que más le interesaba de un libro era entregarlo y cobrarlo cuanto antes. Igual le ocurría con sus colaboraciones periodísticas.

González Ruano vivía acuciado por las deudas, por los gastos que suponían sus gustos caros del dandi que era y del aristócrata que no era, aunque utilizó cuando le convino el título de marqués de Cagigal, al que creía tener derecho. Incluso lo empleaba con el exiliado Alfonso XIII durante su estancia en Roma. Cultivaba un dandismo de imagen: esbelto, elegante de modales, trajes de paño inglés con chaleco, que encargaba por medias docenas porque como no pensaba pagarlos prefería habérselas con un sastre acreedor que con seis, zapatos de piel de cocodrilo, corbatas de seda, y bigote de la época. Y, además, su lujo doméstico incluía secretario, mayordomo y ama de casa, que si lo unimos a su afición al coleccionismo de objetos y muebles de época de los que la decoración valiosa y barroca de su casa era buena muestra, es fácil imaginar lo que habría de cavilar para conseguir vivir de un oficio  al que alguna vez definió como “tocarle los cojones a los ángeles”. Recorrió Europa con su amante Mary de Navascués, con la que tuvo hijos; ella era una bella mujer de mundo, de buena familia, que iba bien a las vanidades aristocráticas de González Ruano. De los gustos sexuales de nuestro protagonista, incluido el voyerismo en el que Mary participaba como pareja de su secretario, se ha comentado y escrito no poco, pero es un asunto en el que no voy a insistir.

Escritor de más de ochenta libros de los géneros más diversos, con novelas discretas como “Circe”, “Manuel de Montparnasse” y “Ni César ni nada”, por la que recibió el premio Café Gijón en 1951, y obras de género inclasificable como “Mis casas” y “Libro de los objetos perdidos y encontrados”. Su novelística es a menudo disparatada de estructura y deja notar la improvisación en la resolución de la trama, aunque es rica en el retrato impresionista de los personajes. Se reconocía admirador de Somerset Maugham, influencia que descubre el lector avisado.

Por encima de su obra literaria se valora a González Ruano por su labor como periodista y sobre todo como articulista. Comenzó a trabajar en “La Época” en 1927, después pasó a “La Nación” y  al “Heraldo de Madrid”, años 1929 a 1931, donde le pagaban veinte pesetas por reportaje, y a “Informaciones”. En 1932 “ABC” le contrató diez artículos mensuales a cien pesetas cada uno, que entonces era una cantidad importante. Fue corresponsal de  “ABC” en Berlín, de cuya etapa nació su libro “Seis meses con los nazis”, y en Roma. Abandonó las dos ciudades dejando atrás cuantiosas deudas. Fueron muy elogiadas sus crónicas desde Berlín, y luego contó que había subcontratado a un limpiabotas español para que le tradujese cada mañana las noticias radiofónicas y los titulares de los diarios; no sabía una palabra de alemán y no frecuentó nunca ni en Berlín ni en Roma el Club de Prensa Extranjera.

Decía que para escribir un artículo sólo había que contar con una anécdota inicial, o con ninguna. Encontraba cercanías entre la exigencia del artículo y la exigencia del soneto. Muchas veces sus trabajos eran divagaciones primorosamente escritas. Prefería lo intemporal a lo circunstancial. Una virtud de Ruano era que parecía sentir todo aquello que escribía.  Llegó a escribir más de treinta mil artículos y por  “Señora, ¿se le ha perdido a usted un niño?”, recibió el Premio Mariano de Cavia en 1932.

Ya no hay articulistas que puedan acercarse ni remotamente a González Ruano, salvo Manuel Alcántara, camino ya de los noventa años de edad, al que dediqué una entrada del blog y es un maestro del género; el heredero natural de nuestro protagonista. Ahora el articulismo es político, suele aferrarse a una información a menudo reiterada  en varias secciones del mismo ejemplar del diario, y no tiene misterio ni ingenio. Nadie es capaz de sacarse un artículo de la pluma, hoy del ordenador, sin apoyos fáciles de actualidad. Él escribía sin red,  dándolo todo, a la manera en que un prestidigitador extrae el conejo de la chistera, limpia y milagrosamente. En esto los tiempos han cambiado para mal.

González Ruano tenía fama de acanallado y amoral. En su tiempo se le consideró un personaje turbio, capaz de casi todo por unas monedas. Está confirmado que cobró de la Embajada alemana en Madrid entre los años 1933 y 1936 por escribir crónicas y artículos favorables a Berlín, cuando no por firmar lo que ya le daban escrito. Las policías alemana e italiana le tenían catalogado como persona inteligente pero no de fiar. Su leyenda negra, que la tiene, viene de sus oscuras actividades en el París ocupado, al que llegó desde Roma, pero no por cuenta de su periódico, en 1940. En aquella etapa, en la que no ejerció el periodismo, González Ruano vivió del tráfico de antigüedades y joyas.

Fue detenido por la Gestapo en 1942 sospechoso de vender falsos visados a judíos perseguidos y pasó 78 días en la prisión militar de Cherche-Midi. Al ser detenido llevaba en sus bolsillos un pasaporte en blanco de un país suramericano  y cerca de doce mil dólares. Él mismo cuenta que en un bolsillito interior del impecable chaleco logró esconder un diamante del tamaño de un huevo de codorniz. En la celda escribió el poema-libro “Balada de Cherche-Midi”, publicado en 1944, una obra desgarrada, acaso su mejor poesía, que recuerda la “Balada de la cárcel de Reading” de su admirado Oscar Wilde. Al abandonar la prisión la policía alemana siguió vigilándolo. En 1943 regresó a España pero no a Madrid; se instaló unos años en Sitges.

El 2014 Rosa Sala y Plácid García-Planas publicaron “El marqués y la esvástica. César González Ruano y los judíos en el París ocupado” tras una investigación de tres años en archivos oficiales y privados de Alemania, Francia y otros países, para intentar que se hiciese la luz en las sombras de su detención, prisión y puesta en libertad en París. El libro no es literariamente una joya; a mi juicio su estilo es vulgar y  su estructura inadecuada, pero aporta datos interesantes aunque algunos de ellos de fuentes muy dudosas como el dirigente anarquista Eduardo Pons Prades que afirmó, pero sin prueba alguna, que parte de los judíos que presuntamente utilizaron los falsos salvoconductos proporcionados por González Ruano acabaron asesinados entre Francia y Andorra por los propios guías que habrían de ayudarles a cruzar la frontera. Nada de eso se probó, y aunque pienso que González Ruano fue un embaucador, no encuentro motivo alguno para unir la estafa a la complicidad, cercana o remota,  en asesinatos. Por otra parte, Eduardo Pons Prades era un tipo raro, por decirlo de una manera no ofensiva. Uno de sus libros, “El mensaje de otros mundos”, de 1982, narra con detalle cómo fue abducido durante siete horas por una nave extraterrestre en los Pirineos. No es una novela; se presenta como la seria confesión de una experiencia personal. Su acusación, sin pruebas, no me ofrece ninguna credibilidad. Acaso por la falta del testimonio de algún extraterrestre.

Lo cierto es que en 1948, y no por ese caso que no se confirmó nunca, González Ruano fue condenado en ausencia por un tribunal francés a veinte años de trabajos forzados por “inteligencia con el enemigo” al investigarse la denuncia de Adam Babiquian, un sastre armenio con el que González Ruano coincidió en la prisión, que le acusó de trabajar para los alemanes delatando a sus compañeros de celda. Es obvio que la sentencia no se cumplió..

Sobre el carácter de sus actividades en París, su detención por la Gestapo, su prisión y su posterior puesta en libertad, nada aclara González Ruano en sus Memorias “Mi medio siglo se confiesa a medias”, publicadas en 1951 (el prólogo está fechado en Torrelodones, mi pueblo, el 1º de julio de 1950)  y antes por entregas en “El Alcázar”.  En efecto, se confesaba a medias. Pero sabemos lo que opinaba sobre la verdad González Ruano: “La verdad, la verdad pura, apenas sirve para nada”.

Este hombre contradictorio, al tiempo truhán y señor,  me ayudó cuando empezaba a transitar el ajetreado y mágico camino de escritor y custodio su memoria con gratitud. No hago otra cosa que seguir al “Refranero”, compendio de la sabiduría popular, que asegura que “ser agradecidos es de bien nacidos”.