La Asociación de
Escritores y Artistas Españoles, fundada en 1871, que presido desde 2004, custodia
las cenizas de Mariano José de Larra en su Panteón de Hombres Ilustres de la
madrileña Sacramental de San Justo. Descansan junto a Larra, entre otros grandes escritores, Espronceda,
Núñez de Arce, Bretón de los Herreros, García Gutiérrez, Hartzenbusch,
Villaespesa, Marquina, Blanca de los Ríos, Gómez de la Serna, y Manrique de
Lara.
Una representación de la Asociación acudió ante la tumba de Larra para homenajear al maestro romántico en un emotivo acto al que asistió su descendiente Jesús Miranda de Larra, autor de la más completa -y sentida- biografía del escritor: “Larra, biografía de un hombre desesperado”. En la mañana del homenaje se me desbordaron la memoria y la nostalgia, con un poso de melancolía. Un día de enero de 1963 había acudido yo a aquel mismo Panteón y estuve junto a la tumba de Larra enterrando a Ramón Gómez de la Serna con quien me carteaba. Ramón se había autoexiliado en Buenos Aires al poco de comenzar la guerra civil, y allí murió. Tenía yo entonces 19 años y recibí felicitaciones -que mi juventud más joven acogería probablemente con mal medido regocijo- porque aquella misma mañana uno de los grandes diarios madrileños publicaba un artículo mío, “Un joven ramoniano”, cuyo título no se debía a mí sino al periódico que debió entender que ser joven y cartearse con el gran Ramón reflejaba una cierta excentricidad. Probablemente no había entonces muchos jóvenes ramonianos.
Una representación de la Asociación acudió ante la tumba de Larra para homenajear al maestro romántico en un emotivo acto al que asistió su descendiente Jesús Miranda de Larra, autor de la más completa -y sentida- biografía del escritor: “Larra, biografía de un hombre desesperado”. En la mañana del homenaje se me desbordaron la memoria y la nostalgia, con un poso de melancolía. Un día de enero de 1963 había acudido yo a aquel mismo Panteón y estuve junto a la tumba de Larra enterrando a Ramón Gómez de la Serna con quien me carteaba. Ramón se había autoexiliado en Buenos Aires al poco de comenzar la guerra civil, y allí murió. Tenía yo entonces 19 años y recibí felicitaciones -que mi juventud más joven acogería probablemente con mal medido regocijo- porque aquella misma mañana uno de los grandes diarios madrileños publicaba un artículo mío, “Un joven ramoniano”, cuyo título no se debía a mí sino al periódico que debió entender que ser joven y cartearse con el gran Ramón reflejaba una cierta excentricidad. Probablemente no había entonces muchos jóvenes ramonianos.
Larra, un hombre
desesperado. El título de la biografía escrita por su descendiente responde al
mito de la vida y la muerte de Larra. Un hombre desesperado por los males de
amor, que se descerrajó un tiro en la cabeza, el 13 de febrero de 1837, en el
supremo gesto romántico de hacerlo ante un espejo, un gesto muy del XIX que
recuerda el fusilamiento, cuatro años después, del general Diego de León, “la más limpia lanza del
Reino”, dando él mismo los gritos de
“apunten, fuego”, enfrentado al pelotón y negándose a que le vendaran los ojos.
El estilo de vida romántico se apuntala en gestos; acaso por ello el
romanticismo nunca me sedujo.
Larra ante el espejo,
que es como decir ante su misma tragedia, es una imagen que nos llega y nos
llena. ¿Cuál era realmente la desesperación de Larra? No era sólo una
desesperación de amor aunque el mito lo proclame. También, y no menos, era una
desesperación cargada de frustraciones y una desesperación de España. Larra
había sido el fustigador de las conciencias, el aldabonazo ante los males
endémicos de España, el joven liberal indómito que había vivido contra viento y
marea desde su infancia. Con cuatro años conoció el exilio junto a su familia
porque su padre, médico militar, había sido afrancesado, y pronto entendió que
los males del país no tenían remedio y, por ello, creía en el romántico afán de
las causas perdidas; luchó contra la desidia, la pereza, el gregarismo, la
burocracia y la complacencia de unas gentes, los españoles, que encontraron en
los escritos de Larra un acicate cuando no una coartada o una inmisericorde
condena de tantos silencios. Había quien veía claro y denunciaba una realidad
frustrante. Los más preferían callar.
España a menudo no
comprendió a Larra. Lo comprendería más tarde. Su muerte, por ejemplo, recibió
un tratamiento cicatero en los periódicos de la época. Muchos ni publicaron la
noticia. Fue un escritor y periodista celebrado a quien se reclamaba en los salones
más empingorotados de la Corte, uno de los mejor pagados de su tiempo, pero el
gregarismo general seguía rampante. Se le escuchó pero no se le siguió hasta
mucho después. Los escritores del 98, comúnmente alejados del romanticismo, lo
rescataron como referencia de una actitud beligerante contra todo y contra
todos.
Además de por males de
amor, que es lo único que ven quienes no ven, también fue un hombre desesperado
por las ingratitudes, la desconfianza y el despego de quienes le habían jaleado
por considerarlo progresista. Confundían su sincera crítica social y política
con una adscripción partidista que él eludía. En sus años mozos, 1827, Larra se
había incorporado a los Voluntarios Realistas, organización paramilitar
de un fervoroso absolutismo, conocida por su concurso en la represión contra
los liberales. Pero ese remoto pasado ultra
se lo habían perdonado los progresistas porque su posterior éxito social
borraba esos pecadillos. También entonces.
En 1836 Larra aceptó
presentarse a diputado en las filas moderadas por Ávila, una de las circunscripciones
más conservadoras de aquella España; su elección se daba por segura. Y
consiguió el escaño. Con su acta de diputado en el bolsillo Larra pensó que
podría llevar su crítica social de los periódicos al Parlamento. Probablemente
-era joven- soñaba comenzar una brillante carrera política que sin demasiado
margen de dudas le hubiese llevado al Gobierno, ya que en aquel tiempo el
triunfo literario era una vía óptima para ascender tramos en la actividad
política. Pero la biografía del nuevo diputado habría de ir por otros caminos.
En los sueños de Larra
se interpuso la “sargentada” de La Granja de San Ildefonso, una sublevación de
sargentos y soldados que el 13 de agosto de 1836 obligaron a la regente del
Reino María Cristina de Borbón a poner en vigor la Constitución de 1812 dejando
sin efecto el Estatuto Real de 1834. La sublevación impidió que se
constituyeran aquellas Cortes y Larra no pudo ocupar su escaño. Otra vez aquel
pesimista romántico se enfrentaba a una frustración; de nuevo el túnel tras el
resplandor de una luz prometedora.
Pronto las ingratitudes
y las envidias se abrieron paso. A Larra la progresía no le perdonó su candidatura
moderada por Ávila y lo consideró poco menos que un traidor. Con la amargura
del desarraigo, el cerco del resentimiento y el látigo de la incomprensión,
Larra se desencontró de sí mismo. Se sintió solo, señalado y evitado por supuestos amigos que antes le halagaron, y mal recibido en las redacciones de periódicos que antes
buscaban ávidamente su colaboración bien remunerada.
Y a esa crisis se unen su
soledad, el desamor, la lejanía de Dolores Armijo, su amante. Ni siquiera recibió el calor
que esperaba, último y ya fatal, de aquella mujer casada, bella, veleidosa y
frívola, que nunca estuvo a la altura del escritor. La había conocido en 1830 y
su relación se inició en 1831 con
encuentros y desencuentros sonados. El escritor de éxito había sido un
capricho de aquella mujer en unos amores que no eran un secreto para muchos y
suponían un escándalo susurrado en la sociedad hipócrita y opaca de la época.
La desesperación de
Larra se hizo estallido aquella noche de febrero de 1837. Dolores Armijo le visitó en su casa de la
calle de Santa Clara 3, tercera planta, haciéndose acompañar por su cuñada para
evitar situaciones violentas, y se negó de nuevo a reanudar la relación al
tiempo que le exigió la devolución de sus cartas. La antigua amante salió de la sala y Larra se
quedó solo con su desesperación. El pistoletazo ante el espejo era el final de
aquella soledad, social y sentimental, que acaso hubiese sido transitoria pero
que él sentía como un ahogo sin esperanza.
El dolor de España mató
a Larra más que el desamor de la Armijo, tanto como la incomprensión y la
envidia, tanto como el desdén y el abandono de los progresistas y de tantos como le habían halagado. Hay mucho
Larra en el ser de España y lo sentimos a menudo nuestro contemporáneo. En
cierto modo, Larra somos todos.
Sobre el pistoletazo de Larra, en la estela del mito de suicidio por amor, escribí un poema que figuró en mi libro "Púrpura y ceniza", de 1987, al que un jurado presidido por el embajador de la India en Madrid, otorgó el premio "Rabindranath Tagore" en 1986. Éste es el poema:
El DISPARO
¿Por qué todo se apaga cuando el amor nos huye?
Tan dulcísimamente convencido
el tiempo de que nadie le retiene,
un amor inmortal sesga la sangre:
es sólo brizna mas se piensa eterno.
Y así el beso declina
su añejo fuego, el manantial
que nos reconoció.
Burlas del humo
y la esperanza,
máscaras que en el tiempo nunca desentrañamos
hasta el corte final,
cuando la tibia piel que nuestro amor bendijo
se hace lejana, hostil, enredadera
de asperezas, fantástico legado
de desamor.
Se apaga
aquel fanal; las sombras son estigma
del corazón, cabalgan los demonios
de las sienes,
y la vida es ya plomo cual antes fuera nube.
Es el tiempo que pesa, la caverna
antes no presentida mas cierta como el llanto.
Y la soledad tiende sus sedas y sus rosas,
su infinita coartada,
esa trampa que arrasa sueños y certidumbres
y de pronto nos llama desde el fondo de un pozo
con el cómplice grito de todos los ahogados.
Cuando el amor nos huye
como corcel que al alba se libera
o verbo que no hallase su verdad en silencio,
todas las luces quiebran en el agua
cual pirotecnia rota.
No persigue
la lámpara su rito,
y la soledad rasga sutiles ataduras
que el azogue no ordena.
Y es el instante justo
para morir.
Bien lo supiste
tú, Mariano José, que aquella tarde
de desamor, saldadas las preguntas,
nos disparaste a todos al hundirte en la sombra.
Sobre el pistoletazo de Larra, en la estela del mito de suicidio por amor, escribí un poema que figuró en mi libro "Púrpura y ceniza", de 1987, al que un jurado presidido por el embajador de la India en Madrid, otorgó el premio "Rabindranath Tagore" en 1986. Éste es el poema:
El DISPARO
¿Por qué todo se apaga cuando el amor nos huye?
Tan dulcísimamente convencido
el tiempo de que nadie le retiene,
un amor inmortal sesga la sangre:
es sólo brizna mas se piensa eterno.
Y así el beso declina
su añejo fuego, el manantial
que nos reconoció.
Burlas del humo
y la esperanza,
máscaras que en el tiempo nunca desentrañamos
hasta el corte final,
cuando la tibia piel que nuestro amor bendijo
se hace lejana, hostil, enredadera
de asperezas, fantástico legado
de desamor.
Se apaga
aquel fanal; las sombras son estigma
del corazón, cabalgan los demonios
de las sienes,
y la vida es ya plomo cual antes fuera nube.
Es el tiempo que pesa, la caverna
antes no presentida mas cierta como el llanto.
Y la soledad tiende sus sedas y sus rosas,
su infinita coartada,
esa trampa que arrasa sueños y certidumbres
y de pronto nos llama desde el fondo de un pozo
con el cómplice grito de todos los ahogados.
Cuando el amor nos huye
como corcel que al alba se libera
o verbo que no hallase su verdad en silencio,
todas las luces quiebran en el agua
cual pirotecnia rota.
No persigue
la lámpara su rito,
y la soledad rasga sutiles ataduras
que el azogue no ordena.
Y es el instante justo
para morir.
Bien lo supiste
tú, Mariano José, que aquella tarde
de desamor, saldadas las preguntas,
nos disparaste a todos al hundirte en la sombra.