Cinco siglos no son
nada. El 28 de marzo de 2015 se cumplieron quinientos años del nacimiento de
una de las personalidades más activas y más ricas de la historia literaria y no
sólo literaria: Teresa de Cepeda y Ahumada. En un tiempo de oscuridades y
fanatismos en los que la mujer ocupaba un papel ornamental con escasas
excepciones, aquella niña, inquieta y apasionada, ya con siete años se había escapado
de casa con su hermano Rodrigo, un año mayor que ella, buscando “tierra de
infieles” para encontrar el martirio; su tío les devolvió a casa, que era la de
un hidalgo de cierta hacienda. La niña se enfrascó pronto en la lectura de
romances y libros de caballerías, e incluso siendo adolescente empezó a
escribir una de esas historias que tanto le interesaban.
En el libro en que cuenta
su vida, Teresa escribe: “Comencé a traer galas y a desear contentar en parecer
bien, un mucho cuidado de manos y cabello y olores, y todas las vanidades que
en esto podía tener, que eran hartas, por ser muy curiosa...” Era una
adolescente abierta y simpática, con atracción hacia lo mundano pero se abrió
camino en ella una fuerte espiritualidad; cambió de aficiones y de carácter y
decidió ingresar en un convento; se sintió frustrada al impedírselo su padre, por
lo que cayó en depresiones. Pronto comenzó a tener trances y no mucho después
conoció el éxtasis y, según decía, la presencia viva de Jesucristo. Su salud
emporó, padeció desmayos y otras molestias, sufrió un paroxismo de cuatro días y
quedó paralítica durante dos años entre horribles dolores.
Teresa era una mujer inconformista
e imaginativa y por ello se enfrentó a muchas reglas de su tiempo y cuando al
fin ingresó a los veinte años como religiosa carmelita comenzó a cavilar cómo
cambiar la relajación y la abulia que, según ella, padecía su congregación, y
así se convirtió en la gran reformadora de la Orden de Nuestra Señora del Monte
Carmelo, fundando las carmelitas descalzas. Teresa promovió en Ávila un primer monasterio,
recuperando la estricta observancia de la regla de su Orden, que incluía la
obligación de la pobreza, de la soledad y del silencio. En pocos años se
multiplicaron los nuevos conventos de carmelitas descalzos, que comprendía
también a los hombres gracias a la fértil colaboración en las empresas de Teresa
del activo Juan de Yepes, que habría de ser San Juan de la Cruz, uno de los
principales poetas de la lengua castellana.
A lo largo de una vida
tan activa Teresa se topó con la envidia, ese mal que para Napoleón es “una
declaración de inferioridad”, para Quevedo “va tan flaca y amarilla porque
muerde y no come”, para Unamuno es “nuestro vicio nacional”, y para Bertrand Russell “una de las más
potentes causas de infelicidad”. Delatada en varias ocasiones, una de ellas por
la Princesa de Éboli al negarse Teresa a aceptarla como religiosa, y otra por
el nuncio Felipe Sega debido a intrigas de dos carmelitas desertores de la
reforma, fue perseguida por la Inquisición y obligada a suspender las fundaciones de
conventos con la nueva regla, sin no más argumentos que aquella curiosa
acusación del nuncio cuando definió a Teresa como “fémina inquieta y andariega”.
Un resumen de los motivos para su persecución: ser mujer, ser inquieta, y ser
activa.
La publicación del
libro de su vida arreció las injustas denuncias contra Teresa. Se la confinó en
Toledo, se proyectó trasladarla a un monasterio en el Nuevo Mundo, incluso se
intentó abolir la reforma del Carmelo a la que había dedicado tantos esfuerzos.
Fueron años de persecuciones y calumnias, vivió con dolor enfrentamientos entre
los carmelitas calzados y los descalzos, se sintió incomprendida, aunque su tesón y la falsedad de las
denuncias a las que se vio sometida la hicieron superar todas las pruebas a las
que se enfrentó. En sus padecimientos le
servían de consuelo los alientos recibidos de Juan de Garavito, Francisco de
Borja y Luis Bertrán que habrían de ser andando el tiempo San Pedro de
Alcántara, San Francisco de Borja, y San Luis Bertrán, y la monja andariega,
anclada en un convento y acusada con saña, se refugiaba en la lectura de las
“Confesiones” de San Agustín, oba que tanto le influyó.
Tras la prueba que
supusieron tantos padecimientos, el Papa Gregorio XIII aprobó la bula que
permitió formar una provincia aparte para los carmelitas descalzos. El trabajo
sin descanso de Teresa había logrado su merecido reconocimiento, aunque tuvo
que padecer últimas incomprensiones, como que las prioras de sus conventos de
Valladolid y Medina del Campo expulsasen -otra vez la envidia- a la fundadora.
Murió en Alba de Tormes el 15 de octubre de 1582, y su cuerpo incorrupto fue
depositado en 1670 en una caja de plata. En 1622 el Papa Gregorio XV la
proclamó Santa.
Junto a Juan de Yepes, su
colaborador más cercano, Teresa de Cepeda supone la cumbre de la mística
cristiana y atesora uno de los grandes magisterios eclesiásticos. Fue reconocida
oficialmente como Doctora de la Iglesia en 1970 bajo el pontificado de Pablo
VI. La razón del rechazo que recibieron las tentativas anteriores para que la
Iglesia la proclamase como tal fue siempre la misma: “obstat sexus”. Su
condición de mujer había pesado negativamente durante siglos en su
reconocimiento.
Con absoluta justicia
aquella mujer inteligente, apasionada, inconformista y andariega fue elegida
Patrona de los escritores. Juan de la Cruz es desde 1952 patrono de los poetas
en lengua española. La obra mística de Teresa supone la cumbre del género.
Mantienen su frescura y originalidad libros como “Camino de perfección”, “Conceptos
del amor de Dios”, “El castillo interior” (o “Las moradas”), “Vida”, una sincera autobiografía que le supondría no
pocos problemas, cuyo original se conserva en la Biblioteca del Monasterio de
San Lorenzo de El Escorial, “Libro de las relaciones”, “Libro de las fundaciones”, “Libro de las
constituciones”, “Avisos”, “Modo de visitar los conventos de religiosas”, “Meditaciones sobre los cantares”, y “Desafío espiritual”, entre otros.
Cultivadora
de la poesía lírico-religiosa, con un estilo original en su época, sus versos
son sencillos, apasionados, y en ellos refleja ese amor ardiente, espiritual, que
la abrasó desde la adolescencia. Quiero homenajearla en su quinto centenario
como una adelantada a su tiempo, decidida, inconformista, luchadora,
perseguida, consecuente, y, además, heterodoxa para no pocos de sus
contemporáneos. Sólo una mujer así pudo escribir: “Vivo sin vivir en mí / y tan
alta vida espero / que muero porque no muero”. En este tiempo en que
perseguimos el reconocimiento de la igualdad entre mujeres y hombres, Teresa de
Cepeda es una referencia ejemplar de tesón, de trabajo y de rebeldía.