Alberto Schommer es el
fotógrafo español más interesante, renovador y completo desde mediados del
siglo XX. Ha muerto en San Sebastián el pasado día 10 a los 87 años; padecía
cáncer de próstata. Había nacido en Vitoria y residía desde hace muchos años en Madrid. No ha dejado discípulos a su altura. Su originalidad y
sabiduría mueren con él. Había comenzado como pintor, pero pronto se decantó
por la fotografía. Para Alberti la pintura es poesía para contemplarla además
de para leerla; en sus “Poemas de Punta del Este” dejó escrito: “Soy un poeta
para quien los ojos son las manos de su poesía. Gregorio Prieto publicó un
libro titulado “Poesía en línea” que apareció
en una colección poética. Lorca en su célebre “Poética: De viva voz a
G(erardo) D(iego)” escribe refiriéndose a su poesía: “Aquí está: mira”. Había
que mirarla. Schommer fue un poeta de la fotografía, en la estela de los poetas
de la pintura. Arte y poesía de imágenes
Su padre, Alberto
Schommer Koch, médico y fotógrafo alemán afincado en Vitoria, le inculcó de
niño el amor a la fotografía, arte que luego estudió en Hamburgo, Colonia y
París. Desde joven se sintió interesado por la renovación de la fotografía que
se vivía en la España de principios de
los años cincuenta, y se declaró influido por las experiencias de los
norteamericanos William Klein, nacido como él en 1928, e Irving Penn, que se
inició también como pintor, ambos excelentes retratistas pero comúnmente en composiciones
sencillas y planas, bien diferentes a la originalidad y a veces complejidad de
las composiciones de Schommer.
Sentía cercanas a su
obra las fotografías de Oriol Maspons o Ramón Masats. Fue el primer fotógrafo,
y el único hasta ahora, en ingresar como numerario en la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando (1996), de la que ya era académico
correspondiente. Había recibido la Medalla de Oro de las Bellas Artes en 2008 y
el Premio Nacional de Fotografía, a mi juicio tardíamente, en 2013.
Comenzó en la
fotografía publicitaria, que abandonó pronto para desembocar en el retrato. Schommer
reflejó en los años setenta y ochenta la realidad de España en célebres colecciones
de retratos de personajes de la política,
la economía y la cultura. Se trata de los que se conoció entonces como
“retratos psicológicos” y que en parte recogió en uno de sus primeros libros (publicó
más de setenta): “Las fotos psicológicas” (1975). Incansable viajero, su obra se
expuso en numerosos países, desde
Estados Unidos a Japón, y en el Centro Pompidou de París. Fue el único
fotógrafo en mostrar sus creaciones en el Museo del Prado; su exposición
“Máscaras” en 2014.
Sus fotografías
psicológicas se caracterizan por la audacia de la composición. Fueron muy
elogiadas sus fotografías de personajes de la sociedad norteamericana como Roy Lichtenstein, Susan Sontag y Andy Warhol,
éste pintando una bandera estadounidense. En sus retratos españoles fotografió a
Gregorio López Bravo, ministro de Asuntos Exteriores y conocido miembro del Opus
Dei, con un bebé en los brazos, al Cardenal Tarancón, entonces considerado "aperturista",
con una soga en la mano, o a Mario Conde, en el cénit de su poder bancario y halagado
por los medios de comunicación, con una televisión como fondo. En sus imágenes
derrochaba sensibilidad, imaginación y fuerza. Steve McCurry, el fotoperiodista
norteamericano mundialmente conocido por su fotografía “La niña afgana”, publicada
en “National Geographic” en 1985, anotó: “Si sabes esperar la gente se olvidará
de tu cámara y entonces su alma saldrá a la luz”. Nuestro Alberto Schommer,
maestro del retrato con alma, confesó: “No es posible engañar a la cámara; podían
llegar sonrientes, pero poco a poco les hacía ponerse serios y terminaba por
aparecer su rostro real”.
Lo traté mucho en los
últimos años setenta y primeros ochenta. Él era el genuino “retratista de la
transición” y yo ejercía de comentarista político y cronista parlamentario.
Viajó a menudo con el Rey, acaso porque
le encargaron los primeros retratos oficiales de los Reyes y, como era
profesional minucioso, quiso hacer previamente una colección de fotografías del
monarca acá y allá. Coincidimos en algunos de aquellos viajes, en la etapa en
que figuraba yo en el acompañamiento periodístico de don Juan Carlos. Luego esa
marea de Madrid, que une y al tiempo desune, distanció nuestros encuentros. Era
de trato encantador, muy directo, llamaba pan al pan y vino al vino. No creo
que su vocabulario incluyese las palabras mentira o disimulo. Tenía para el
interlocutor cierta seriedad inicial que no suponía distancia, y era meticuloso
y perfeccionista, acaso reflejo de su sangre alemana.
Le llamé para
felicitarle cuando fue elegido académico, elección por la que se sentía
satisfecho y abrumado, y asistí a su recepción en la Academia en la que su
discurso de ingreso no estuvo exento de pasión: “Elogio a la fotografía”.
Luego, él como numerario y yo como correspondiente, coincidimos en algunas
reuniones académicas. Pasó el tiempo, que nos hace y nos deshace, y la última
vez que hablamos lo encontré mayor; supongo que él pensó lo mismo de mí. En los
últimos años lo abatió la tan amarga experiencia de la pérdida de su esposa. Cuando
nos conocimos y nos tratamos asiduamente él no tenía cincuenta años y yo
superaba poco la treintena.
Le debo una impagable
muestra de afecto. Tuvo la amabilidad de hacer una composición fotográfica para
la portada de mi libro “Galería de espejos rotos” (1982), que es una especie de
agenda literaria. También es suya mi fotografía de la contraportada. La composición
fotográfica de la portada es muy de su estilo: un primer plano mío roto por
trozos de espejo; un reflejo del título. Recuerdo con el mimo que trabajó
aquella fotografía en su estudio de entonces, un amplio bajo en la
calle Modesto Lafuente. Cuando le dije a Enrique Tierno Galván, el prologuista, que
la portada iba a ser una fotografía de Schommer, me comentó, también muy suyo:
“De prologuista un viejo profesor ya cansado y de portadista un genio”. No creo que Tierno prodigase el calificativo.
Las lecciones que deja Alberto
Schommer forman parte de la historia de un arte que él renovó desde el punto de
vista técnico y experimental, que en cierto modo reinventó, de modo que ya no podría
entenderse la fotografía sin su obra. Ha muerto con las botas puestas,
trabajando hasta el final. En mayo pasado realizó para “El País” la serie “No
oculto nada” con los retratos de los candidatos en las elecciones a la
Comunidad y al Ayuntamiento de Madrid.
Se le recordará acompañado
siempre de sus viejas Leica y Rolleiflex. No apreciaba la fotografía digital. Declaró
en una ocasión: “No me interesa nada; cualquiera puede hacer una buena foto, o
al menos una foto utilizable”. Schommer no se conformó nunca con hacer una
buena foto. A Picasso le preguntaron qué diferenciaba a los genios del resto de
los creadores, y respondió: “Dan un paso más allá que los demás aunque al
principio no se les entienda”. Schommer era un genio. Debo escribir “es” porque
los genios no mueren. Y, por fortuna, se le entendió desde el principio.