Releo el “Diccionario
del Diablo” de José María Montells, un autor que no podía dejar de figurar en
el catálogo de escritores con personalidad singular que van apareciendo en el blog.
Este libro de Montells es, probablemente, uno de los más atrevidos de su
producción, dentro de que nuestro escritor nunca ha sido un milindre y se ha
caracterizado desde su primera obra por el atrevimiento. Actúa comúnmente sin red.
Recomiendo la lectura
de la obra a los seguidores del blog, afortunadamente crecientes. Para no
andarme con rodeos: el lector que espere encontrar en este libro un compendio de
oscuridades, un desbordamiento del reino de las tinieblas, la apoteosis de
todos los nombres del diablo que, al fin, son sólo un nombre, quedará
defraudado. Esta obra no es nada demoniaca ni en ella encuentra culto la
brujería, de modo que no serviría de guía para identificar aquelarres ni de
manual para descubrir en el subsuelo la entrada de los infiernos. En tal caso
recomiendo al lector descender a una estación de Metro y utilizar el servicio en
hora punta.
“El Diccionario del
Diablo” es una obra literaria y, como tal, una fábula. Una fábula apuntalada en
lo que conocemos del Diablo, mucho o poco, pero aderezada y enriquecida desde
la potente imaginación del autor. Sus aportaciones son magníficas, ingeniosas, irónicas
y por ello inteligentes y a menudo sorprendentes. Si lo que el lector busca es
esto que le digo, quedará satisfecho de la lectura.
José María Montells es
un historiador riguroso, un investigador minucioso, un escritor brillante, un
poeta revolucionario y un ciudadano conservador y respetuoso con el entorno,
y no me refiero a los parques y jardines
ni a la tranquilidad de las focas o de los elefantes sino a ese entorno
racional, al menos la mayoría de las veces, que es el prójimo. Además es un ser
humano que atesora condiciones poco comunes. No soporta la mediocridad, ni la
adulación, ni el chalaneo, ni las personalidades de ida y vuelta. El lector
menos avisado llegará a la conclusión de que con estos aderezos tendría poco
porvenir en la política al uso y al abuso, y debo confesar sin pizca de
arrepentimiento que una de mis maldades, no sé si inspiradas por algún diablillo
menor, fue convencerle hace años para que aceptase una dirección general en
cierta Institución en la que vivimos juntos experiencias interesantes. Por
fortuna para él y acaso para el mundo, sus caminos desde entonces fueron otros
y gracias a ello nos ofrece hoy, como nos había ofrecido otros, este libro
singular por más de un concepto.
Esta obra es un cómputo
de erudición, una sucesión de ocurrencias muy bien trabadas, una muestra de ironías
sucesivas conducidas por una prosa directa, nada opulenta, sencilla y pulcra,
enjoyada por la sabiduría en el manejo del idioma, que no es tan común como
debería serlo en nuestro panorama literario, conocido a menudo, como el lago
Ness, no por sus bellezas sino por sus monstruos. Somos víctimas del canon, de
manera que quienes se salen de la moda no cuentan. Pero las modas pasan. Debemos
esperar sentados a la orilla de las vanidades a que los dictados del canon pasen
de moda y vuelvan las aguas adonde solían. Esta obra es un aldabonazo en esa
dirección.
Nadie piense que está
ante un libro de humor; no se puede tomar a broma lo que no se conoce pero se
teme. El miedo a lo desconocido figura entre los primeros mimbres del ser
humano; enfrentarse con lo incógnito. Sería imperdonable error confundir la
ironía con la broma o el humor. La ironía es hermana de la inteligencia y el
humor es cosa bien distinta. Puede haber humor con roma inteligencia, pero es
impensable la ironía sin el hilo conductor de la aguda inteligencia. Seguro que
el lector y quien escribe estas líneas nos vamos entendiendo.
He leído mucho y muy
minuciosamente la obra publicada hasta ahora por José María Montells como
poeta, como narrador y como historiador. Todos sus libros me han dejado poso, y
ello a la altura de mi vida no es fácil. Cuando se forma parte de una docena de
jurados de premios literarios cada año, la opinión sobre la creación de
nuestros escritores adquiere cierta dimensión escéptica. Vuelvo de vez en
cuando a releer las obras de Montells porque “me dicen algo”, porque lo
necesito, porque me enriquecen, que es
lo que debe esperarse de la complicidad entre autor y lector. Una excepción muy
reparadora y beneficiosa para el empedernido lector que uno es.
Acaso no pocos afrontarán
la lectura de este libro desde el descreimiento. Se ha dicho que la mayor
trampa del Diablo es hacernos creer que no existe. Para muchos lo que no puede
demostrarse es inexistente. Un error. Y en esta desviación nuestro tiempo ha
contado con la complicidad de ciertos “ilustrados” que a la par que el
descreimiento en Dios ha apuntalado la negación del Maligno. Al final el ángel
rebelde se empareja con Aquél que su soberbia envidiaba. No voy a ponerme
solemne. Escribe Montells que “la ironía es un arma formidable contra Satán” y
este libro es como la prueba de tal aserto. Porque debemos tomarnos en serio al
“señor de las Moscas”; contra su poder cualquier arma es buena, y acaso la ironía
sea la que más le duela.
Una de las enseñanzas que
me ha aportado este “Diccionario del Diablo”, pues soy monaguillo en el
menester en que el autor es cardenal, consiste en su vena borgeana que no sé
siquiera si el propio Montells reconoce.
A lo largo de sus páginas aparece una zoología fantástica, un bestiario
rico en atributos. Raro es el diablo que no adquiere permanente u
ocasionalmente, en una parte de su cuerpo o en toda su encarnadura, figura de
bestia, ya sea débil e inocente en apariencia como la langosta, el saltamontes
o el gallo, o fiera y peligrosa como la cobra, el león o el leopardo. Además de
presentarnos el autor un dúo de diablos que tienen dos sexos; uno de los
diablos en cada pierna y el otro en cada axila, lo que obviamente les da mucho
juego.
Descubrir
la existencia de un diablo cocinero, un diablo sastre, un diablo mayordomo, un
diario chupatintas, un diablo boticario, una diablesa puta, un diablo
revolucionario capaz nada menos que de hacer caer la monarquía en Madagascar y
un diablo envenenador, no ha sido menos sorprendente que conocer que existe un
diablo responsable de las erratas de los libros, un diablo que hace discursos,
un diablo que tutela, para mal, a los “negros” literarios, un diablo que forma
parte de una banda de jazz en Nueva Orleans, un diablo al que suspendió Unamuno
en Salamanca, un diablo barcelonista que induce a los árbitros a pitar faltas
inexistentes contra el Real Madrid, un diablo que padece aerofagia, un diablo
que hace de modelo de pasarela en París para famosas firmas de alta costura, o
un diablo que quiso ser torero en Granada y acabó de escribiente en Valencia. Por
no hablar del diablo que toma apariencia de mujer y procura la amistad de los
poderosos, o del diablo que ejerce de jefe de los comediantes satánicos… En
fin: ironía inteligente para lectores que saben identificar la buena
literatura.
Umberto Eco sostiene
que “el Diablo no es el príncipe de la materia, el Diablo es la arrogancia del
espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda”. Pero la
verdad jamás tocada por la duda no es otra cosa que la mentira, pues sólo
existe para los mentirosos, y el Diablo es sobre todo el monarca ditirámbico de
la mentira sin mezcla de duda -de verdad- alguna.
El
“Diccionario del Diablo” se completa con unos jugosos y bien escritos Anexos.
Encontraremos, no sin explicable sorpresa, el discurso de Astaroth en la
Asamblea del Averno, entregado amablemente al autor por el conde de Cagliostro,
en el que se emperejila el elogio de la gula, pecado en el que he de confesar
caí a veces, a falta de otros de mayor tronío. “La playa de Rodeira”, “Baraka”,
“Misterios de la sal de Vichy”, “Retrato de una dama” y “Extraños
acontecimientos” son cinco relatos con el Diablo al fondo. La línea conductora
de estas prosas magistrales es, además del Diablo, el señor vizconde de Portadei,
heterónimo del autor, si es que no fuese él
mismo, que nos da pelos y señales de situaciones demoniacas cuya lectura
es una delicia.
Reitero mi recomendación. La lectura del “Diccionario del Diablo” de José María Montells no defrauda. Olvidaba señalar que nuestro autor
es, machadianamente, “en el mejor sentido de la palabra, bueno”.