viernes, 6 de noviembre de 2015

En la muerte de Carlos Bousoño, gran teórico de la poesía


La poesía se escribe más que se estudia. La crítica poética de hondura no se prodiga; obviamente no me refiero a los críticos de libros. A veces coincide en un gran poeta la condición de gran estudioso de la poesía; pienso en el maestro Dámaso Alonso. No es lo común.

Acaba de morir a los 92 años Carlos Bousoño uno de los mayores expertos en la poesía, en su construcción, en sus magias; estudió cada símbolo, cada escuela, e influyó notablemente en varias generaciones de poetas. Filólogo, crítico, ensayista, profesor, Bousoño era un ser humano excepcional, gozaba de un humor contagioso, siempre parecía alegre aunque a veces acaso velaba un poso de melancolía. En 1952 publicó “Teoría de la expresión poética”, obra fundamental para el conocimiento de la poesía desde sí misma, libro que fue ampliando y profundizando en significadas ediciones hasta la última de 1985.  

La aportación teórica de Bousoño es un conjunto formado por tres teorías. Una “teoría de la contextualización y comunicación poéticas”; una “teoría del símbolo” en la poesía contemporánea, y una “teoría de las épocas literarias”. La validez de los procedimientos “retóricos” de Bousoño ha quedado patente. Además, sus estudios teóricos, que abarcan la relación entre distintas disciplinas, inciden -como señaló la investigadora austriaca Angelika  Theile-Becker en el homenaje que Boel, su pueblo natal asturiano, le dedicó al cumplir 80 años- en una metodología puente para acercar las ciencias naturales y las ciencias culturales; estructuralmente, artes y ciencias se sirven de los mismos procedimientos de descubrimiento. Su labor crítica es impagable por los caminos que abrió, por lo que fue y es seguida, por lo que tiene de actual a los más de sesenta años de publicarse.

Su primer poemario, de 1945, “Subida al amor”, tuvo una discreta acogida. Los siguientes fueron cada vez más valorados, y en 1968 con “Oda en la ceniza” consiguió el premio de la Crítica que volvería a recibir en 1974 por “Las monedas contra la losa”. Me interesa más como estudioso de la poesía que como poeta, pero es una opinión muy personal porque lo cierto es que su palmarés poético es brillante: el premio Nacional de Poesía en 1990 por “Metáfora del desafuero”, en 1993 el premio Nacional de las Letras Españolas, y en 1995 el premio Príncipe de Asturias de las Letras… En 1980 ingresó en la Real Academia Española  con un discurso titulado “Sentido de la evolución de la poesía contemporánea en Juan Ramón Jiménez”. En 1998 publicó sus poesías completas, revisadas de una primera edición de 1960, con el título de “Primavera de la muerte”

Con su obra “El irracionalismo poético. El símbolo”, de 1978, obtuvo el Premio Nacional de Ensayo. Fue profesor de Literatura Española en varias universidades norteamericanas y de Estilística en la Universidad Complutense de Madrid. Dedicó su tesis doctoral en Filosofía y Letras, de 1949, al poeta que más influyó en su obra y que fue su más cercano amigo: “La poesía de Vicente Aleixandre”.

El Nobel Vicente Aleixandre es uno de los poetas más influyentes en las sucesivas generaciones. Conocí a Carlos Bousoño hace medio siglo en casa de Aleixandre, calle madrileña de Velintonia, a donde íbamos los aprendices de poetas con el fervor con el que un seminarista acude a una audiencia papal. El maestro era acogedor: recibía a quien le buscaba, leía originales a menudo infumables de quienes queríamos un día aparecer en esa Wikipedia que tardaría decenios en surgir, y siempre tenía un consejo a punto, un adjetivo amable para nuestros versos primerizos. Carlos Bousoño no era ya entonces en aquella casa una visita convencional; era el mejor amigo del futuro Nobel, amistad que sólo truncó la muerte del maestro, hasta el punto de donarle en vida su rico archivo. Gracias a esa donación Bousoño publicó en 1991 parte de los manuscritos poéticos de Aleixandre: el libro póstumo “En gran noche”, una gran aportación a la historia de la poesía.

Carlos era natural de trato, asequible siempre, con una simpatía que arrollaba; una de las personas más encantadoras que he conocido. En los últimos años estaba ausente, su enfermedad le había hecho ajeno; pero por fortuna no tengo ese recuerdo; en mi memoria están nuestras conversaciones, casi nunca sobre literatura, en algún local de cierto tronío cultural cercano al Gijón, y mucho antes en las tabernas de Argüelles tras las lecturas poéticas en la tertulia del entonces Instituto de Cultura Hispánica, que fundó y dirigió hasta su muerte Rafael Montesinos. Y en el jurado del premio Blas de Otero; con los años fue encontrándose peor y acudía al jurado con su esposa Ruth, pendiente de él.

Me queda su obra, de relectura tan grata, su magisterio de tantos años, su palabra de la que tanto aprendí, sus dedicatorias y algún manuscrito con sus opiniones, tan certeras, sobre libros que se presentaban al premio Blas de Otero; sabía siempre cuando una obra era artificial a fuer de querer ser “canónica”.  Su capacidad de análisis de un poema le llevaba a descubrir las imposturas tras el disfraz del oropel.

Con la muerte de Carlos Bousoño la poesía española queda huérfana de su mejor estudioso. Sus posibles sucesores, que no discípulos, no le son comparables; contemplo más pedantería que esencia. Bousoño atesoraba la sencillez que da la auténtica sabiduría.