En mi galería de poetas
olvidados y, además, “raros” (empleando el término con el alto significado que
le da Rubén Darío), y excéntricos, figura en lugar destacado Manuel Fernández
Sanz, conocido desde su irrupción en las tertulias literarias madrileñas como
Manolo o Manolito “el Pollero”. Era un tipo orondo, irónico, con esa cierta
melancolía de los tímidos. Lucía un bigotito de época y fumaba en pipa. Murió
en 1966 y su único libro fue póstumo. No quiso publicar ninguna obra; era
reconocido por sus recitales, los primeros en las tertulias del Café Pombo y
del Café Varela, en Madrid, y a menudo en las sesiones de “Alforjas para la
poesía”, en el Teatro Lara, acertada iniciativa de Conrado Blanco, gran
animador de la poesía de la época.
Manolo “el Pollero” era un poeta popular, de verso fácil y vida bohemia cuando podía; en la línea de Quevedo, pasado por Valle Inclán y más adelante por Juan Pérez Creus. Poesía satírica, con corazón, poso y cierto sentimiento trágico. Era un poeta en la calle; trataba a académicos y hampones tanto como a putas y condesas, en un Madrid que había salido no mucho antes de una guerra, sufría las cartillas de racionamiento, los tules de la hipocresía, y el eco del cercano zarpazo del miedo que muchos bordeaban todavía en su afán cotidiano. Aquel Madrid que dibujara con ternura y crudeza “La Colmena” de Cela.
La ciudad vivía aún el esplendor de las tertulias literarias, de las reuniones de escritores en las tabernas. Una de las preferidas era “La Cruzada” en la calle de ese nombre cerca de la Plaza de Ramales, gran reino del cocido y de las pochas con almejas, en dónde coincidían algunos restos de la bohemia madrileña y otros entusiastas adheridos, como José Antonio Medrano, Mariano Povedano, Federico Muelas, Camilo José Cela y Antonio Mingote. En el grupo participaba con sus versos, desbordante, “Manolo el Pollero”, que así se llamaba a sí mismo y le llamaban los demás.
Como resultaba lógico “Manolo el Pollero” era propietario de una pollería de tronío, “Aves y huevos”, que le venía de generaciones, fundada por sus bisabuelos, en la calle de Tetuán, antes calle Negros. Rumboso y pródigo en invitaciones a sus no precisamente adinerados amigos, “Manolo el Pollero” repetía que él era el único entre sus colegas que vivía holgadamente de la pluma. Raro era el amigo que no tenía que agradecerle una invitación, un préstamo, un consejo en momentos apurados.
Manolo “el Pollero” podía dar la sensación a primera vista de ser inculto por su campechanía, su humildad, y por ser poco dado a hacerse valer ante los demás, pero era una impresión errónea. Había estudiado en buenos colegios, dominaba el francés, y su cultura poética era extensa. Tenía criterio y hubiera podido ejercer como crítico literario sin esfuerzo. Recitaba de corrido a Baudelaire, a Rimbaud y a Verlaine en su idioma.
Este hombre singular, muy próximo a Manuel Alcántara del que ya he escrito en este blog, escribía sus poemas en servilletas que, una vez leídos y celebrados los versos por los presentes, tiraba al suelo de la taberna de turno y sus contertulios recogían, planchaban y guardaban en una carpeta. Así Cela pudo publicar tras su muerte una colección de estos poemas en las ediciones de su revista “Cuadernos de Son Armadans” con el título de “Silva, Grillera y Cigarral de Manolito el Pollero”, hoy una joya bibliográfica. Cela escribió sobre él en el prólogo: “Hombre honesto y entrañable que pasó por la vida casi de puntillas, bebiendo vasos de blanco, dignificando ripios y sonriendo -¡Dios le bendiga!- a putas, hampones y menesterosos”.
Supone un regalo para el lector recordar algunos versos de este maestro de la poesía satírica, tierna y melancólica. El único libro de “Manolo el Pollero” es de difícil localización en librerías de lance porque su edición fue corta.
El “Poema del niño y las ranas” es de gran originalidad y su final supone una sorpresa:
“Al pasar junto a la charca
el niño me preguntaba:
-¿Qué son las ranas?
-Pues mira niño, las ranas...
-¿Y por qué saltan?
- Pues mira niño, las ranas...
-¿Y por qué cantan?
-Pues mira, niño, las ranas...
-¿Y por qué nadan?
¡Y no tuve más remedio
que tirar el niño al agua!”
Circuló con éxito en el Madrid literario su breve villancico:
“Cuando con los otros niños
de niño jugabas Tú,
¿sabías o no sabías
que eras el Niño Jesús?”.
Es una cabriola lírica su “Nana para dormir al dedo gordo del pie”:
“A la nana, nanita, nana,
duérmete chiquirritín
dentro de tu calcetín
que es de lana”.
Desde que lo leí por vez primera me encantó la brillantez y la ironía de su celebrado poema “Semana Santa”:
“Jueves santo,
Viernes santo,
duelo y llanto.
Tanta aflicción es de espanto;
no sé ni cómo la aguanto,
ni soporto ni resisto,
ver al hombre, ver a Cristo
tragar hiel ¡está tan visto!
y en filas indias detrás
y delante nazarenos,
nazarenos,
nazarenos,
unos diez mil, indio más
indio menos,
el interminable lote;
por docena, un iscariote,
de agudos de capirote;
el impenitente brote
de unicornios
de bicornios
de tricornios;
la teoría del cuerno
rogándole al Padre Eterno
que nos libre del Infierno.
Y el blandón, el cirio, el hacha,
y el hacha, el cirio, el blandón,
y suma y sigue la racha,
y ¡toma!, más procesión,
y otro paso, y otro envite,
hasta que Dios resucite.
y ¡qué tonos!
la semana está de monos.
y va que arde, de cera
litúrgica la carrera;
la de Cristo nos espera;
muchos,
muchos,
muchos,
muchos,
¡¡cucuruchos!!
Manolo “el Pollero” murió con humildad, sin ruido, desdibujándose, como vivió. Cuando le quedaba poco huyó de Madrid para cerrar los ojos en su Asturias natal, y hasta allí fueron sus amigos poetas. Alcántara, Medrano y Gamallo llevaron a hombros su ataúd. Nos dejó su leyenda y un puñado de versos.
Manolo “el Pollero” era un poeta popular, de verso fácil y vida bohemia cuando podía; en la línea de Quevedo, pasado por Valle Inclán y más adelante por Juan Pérez Creus. Poesía satírica, con corazón, poso y cierto sentimiento trágico. Era un poeta en la calle; trataba a académicos y hampones tanto como a putas y condesas, en un Madrid que había salido no mucho antes de una guerra, sufría las cartillas de racionamiento, los tules de la hipocresía, y el eco del cercano zarpazo del miedo que muchos bordeaban todavía en su afán cotidiano. Aquel Madrid que dibujara con ternura y crudeza “La Colmena” de Cela.
La ciudad vivía aún el esplendor de las tertulias literarias, de las reuniones de escritores en las tabernas. Una de las preferidas era “La Cruzada” en la calle de ese nombre cerca de la Plaza de Ramales, gran reino del cocido y de las pochas con almejas, en dónde coincidían algunos restos de la bohemia madrileña y otros entusiastas adheridos, como José Antonio Medrano, Mariano Povedano, Federico Muelas, Camilo José Cela y Antonio Mingote. En el grupo participaba con sus versos, desbordante, “Manolo el Pollero”, que así se llamaba a sí mismo y le llamaban los demás.
Como resultaba lógico “Manolo el Pollero” era propietario de una pollería de tronío, “Aves y huevos”, que le venía de generaciones, fundada por sus bisabuelos, en la calle de Tetuán, antes calle Negros. Rumboso y pródigo en invitaciones a sus no precisamente adinerados amigos, “Manolo el Pollero” repetía que él era el único entre sus colegas que vivía holgadamente de la pluma. Raro era el amigo que no tenía que agradecerle una invitación, un préstamo, un consejo en momentos apurados.
Manolo “el Pollero” podía dar la sensación a primera vista de ser inculto por su campechanía, su humildad, y por ser poco dado a hacerse valer ante los demás, pero era una impresión errónea. Había estudiado en buenos colegios, dominaba el francés, y su cultura poética era extensa. Tenía criterio y hubiera podido ejercer como crítico literario sin esfuerzo. Recitaba de corrido a Baudelaire, a Rimbaud y a Verlaine en su idioma.
Este hombre singular, muy próximo a Manuel Alcántara del que ya he escrito en este blog, escribía sus poemas en servilletas que, una vez leídos y celebrados los versos por los presentes, tiraba al suelo de la taberna de turno y sus contertulios recogían, planchaban y guardaban en una carpeta. Así Cela pudo publicar tras su muerte una colección de estos poemas en las ediciones de su revista “Cuadernos de Son Armadans” con el título de “Silva, Grillera y Cigarral de Manolito el Pollero”, hoy una joya bibliográfica. Cela escribió sobre él en el prólogo: “Hombre honesto y entrañable que pasó por la vida casi de puntillas, bebiendo vasos de blanco, dignificando ripios y sonriendo -¡Dios le bendiga!- a putas, hampones y menesterosos”.
Supone un regalo para el lector recordar algunos versos de este maestro de la poesía satírica, tierna y melancólica. El único libro de “Manolo el Pollero” es de difícil localización en librerías de lance porque su edición fue corta.
El “Poema del niño y las ranas” es de gran originalidad y su final supone una sorpresa:
“Al pasar junto a la charca
el niño me preguntaba:
-¿Qué son las ranas?
-Pues mira niño, las ranas...
-¿Y por qué saltan?
- Pues mira niño, las ranas...
-¿Y por qué cantan?
-Pues mira, niño, las ranas...
-¿Y por qué nadan?
¡Y no tuve más remedio
que tirar el niño al agua!”
Circuló con éxito en el Madrid literario su breve villancico:
“Cuando con los otros niños
de niño jugabas Tú,
¿sabías o no sabías
que eras el Niño Jesús?”.
Es una cabriola lírica su “Nana para dormir al dedo gordo del pie”:
“A la nana, nanita, nana,
duérmete chiquirritín
dentro de tu calcetín
que es de lana”.
Desde que lo leí por vez primera me encantó la brillantez y la ironía de su celebrado poema “Semana Santa”:
“Jueves santo,
Viernes santo,
duelo y llanto.
Tanta aflicción es de espanto;
no sé ni cómo la aguanto,
ni soporto ni resisto,
ver al hombre, ver a Cristo
tragar hiel ¡está tan visto!
y en filas indias detrás
y delante nazarenos,
nazarenos,
nazarenos,
unos diez mil, indio más
indio menos,
el interminable lote;
por docena, un iscariote,
de agudos de capirote;
el impenitente brote
de unicornios
de bicornios
de tricornios;
la teoría del cuerno
rogándole al Padre Eterno
que nos libre del Infierno.
Y el blandón, el cirio, el hacha,
y el hacha, el cirio, el blandón,
y suma y sigue la racha,
y ¡toma!, más procesión,
y otro paso, y otro envite,
hasta que Dios resucite.
y ¡qué tonos!
la semana está de monos.
y va que arde, de cera
litúrgica la carrera;
la de Cristo nos espera;
muchos,
muchos,
muchos,
muchos,
¡¡cucuruchos!!
Manolo “el Pollero” murió con humildad, sin ruido, desdibujándose, como vivió. Cuando le quedaba poco huyó de Madrid para cerrar los ojos en su Asturias natal, y hasta allí fueron sus amigos poetas. Alcántara, Medrano y Gamallo llevaron a hombros su ataúd. Nos dejó su leyenda y un puñado de versos.